Otra adivinanza más (El presente. Otoño de aquel mismo año)

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Los adultos volvieron al pueblo poco después que los niños, pero con las manos vacías. Había un ambiente de gran decepción por no haber podido encontrar a la vaca Florinda. Algunos especulaban acerca de un posible ataque de los lobos. Otros, en cambio, decían que había que pedir ayuda a la Guardia Civil. Don Casildo y el padre Benigno seguían insistiendo en guardar la calma y el secreto del lugar.

Antes de retirarse a sus casas para descansar, acordaron volver a verse temprano a la mañana siguiente con el fin de decidir qué debían hacer. Así, el día después, ya desayunados y antes de ponerse con sus respectivas tareas cotidianas, se reunieron en la casa comunal y decidieron, por mayoría de votos, volver a lanzar una partida de búsqueda al día siguiente.

Los niños, en cambio, estaban tan excitados por los eventos del día anterior que, en cuanto la escuela terminó, salieron disparados hacia A Pedra dos Trasgos en busca de Hul. Giku los seguía unos pasos por detrás, protestando y repitiendo sin cesar que lo mejor que podían hacer era olvidar todo aquel asunto. Pero los niños no hicieron caso al duende y, en cuanto llegaron al pie del menhir, comenzaron a gritar el nombre de Hul a pleno pulmón. Este, molesto por el jaleo que estaban montando, no tardó en aparecer rogando que dejasen de chillar o de lo contrario iban meterle en problemas con los suyos.

—Venimos a ayudarte a salvar a la ninfa —dijo Andrea con resolución—. Dinos ¿qué hay que hacer ahora?

—Pues ahora, mis pequeños cachorros chillones, hay que encontrar un peine de oro —contestó el duende.

—¿Un peine de oro? —preguntó Juan.

—Sí, uno de los que sirvieron para atar a esas pobres ninfas a tan atroz maldición.

—¡Pues vamos! —exclamó Andrea con entusiasmo—. ¿Por dónde empezamos?

—No es tan sencillo, cachorrillo —repuso Hul con dulzura—. Cuando Enerim fue derrotado, los peines que se encontraban guardados en Kilion fueron destruidos. Y aquellos que estaban en el mundo exterior se perdieron. Algunos fueron encontrados a lo largo de los milenios y hombres malvados los usaron con arrogancia para aumentar su poder. Y seguro que el hechicero que haya conjurado la maldición sobre nuestra ninfa tiene uno.

—Entonces quieres encontrar ese peine... —dijo Juan mientras intentaba deducir las intenciones del duende.

—Sí, algún día, pero no ahora. Me parece más difícil tratar de arrebatarle a ese mago el suyo que encontrar otro que haya por ahí oculto —respondió Hul—. Lo más urgente ahora es romper la maldición y para eso necesitamos tu libro, Juan. ¿Lo has traído?

Este afirmó con la cabeza y lo sacó de la mochila que llevaba al hombro. Entonces, el inmortal indicó a todos que lo siguiesen. Se dispusieron alrededor de la piedra circular próxima al menhir, la limpiaron de hojas y sobre ella, en el centro, colocaron el libro.

—¿Y ahora? —inquirió Juan.

—Ahora hay que preguntar al libro —dijo Hul—. Y, puesto que tú eres el guardián, a ti te corresponde hacerlo.

—¿Y qué pregunto?

—Pídele que nos diga dónde está el peine más cercano.

Juan tragó saliva, carraspeó un poco, volvió a tragar saliva, meditó cómo debía hacer la pregunta y al fin se atrevió a decir con voz un poco temblorosa:

—Libro del Búho, ¿dónde está el peine más...?

Antes de que pudiese continuar, Giku lo interrumpió:

—No soy un experto en esto de preguntar a libros, pero creo que hay que ser muy exacto en la formulación de la pregunta. Si no, no funciona. Así que, en vez de decir solo «el peine», deberías ser más específico y decir, por ejemplo, «el peine de oro de la maldición de Enerim».

El libro del búhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora