El susto que se llevó Carlos fue monumental. Se le notaba en la aterrada cara que tuvo durante toda la hora siguiente. Sin embargo, pese a su reiterada insistencia en que al otro lado de la ventana había un monstruo, sus padres no pudieron más que constatar que allí, ellos, no veían nada. Fuese lo que fuese lo que hubiese visto, le dijeron, tuvo que ser fruto de una pesadilla muy realista. Lo consolaron un rato, le secaron las lágrimas, lo acostaron y le desearon con dulzura que esta vez tuviese bonitos sueños. Pero Carlos apenas pudo dormir aquella noche. Él estaba convencido de que no había sido una experiencia onírica, sino una muy real.
Al día siguiente, lo primero que hizo al llegar a la escuela fue contárselo a sus amigos. Juan se quedó de piedra, pero enseguida mostró una actitud pensativa al recordar algo que había escuchado unos meses atrás y Laura, asustada, se pegó a su hermano buscando la imaginaria protección que su cuerpo le podía dar. Pero Andrea, tan impulsiva como era, pensó en lo que habría hecho si le hubiese ocurrido a ella:
—Si hubiese sido yo, habría abierto la ventana —dijo frunciendo el ceño con fuerza mientras todos la observaban estupefactos—. Y luego le habría lanzado sobre su gran cocorota todo lo que hubiese en mi habitación. Juguetes, sillas, libros… Sobre todo, los de la escuela. ¡Esos los primeros! Seguro que luego habrías dormido más tranquilo.
A Carlos, sin embargo, no le convenció mucho la idea.
—Pero… si hay un monstruo suelto en el pueblo —observó la pequeña Laura—, tenemos que decírselo a los mayores.
—No nos creerán —repuso Andrea.
—Mis padres piensan que fue solo una pesadilla —añadió Carlos, apoyando la afirmación de su amiga.
—Cuando llegamos al pueblo —reflexionó Juan en voz alta—, Enrique nos contó que los de Vegatejedo tenían miedo a que despertásemos… algo. Un monstruo o algo así.
—¡Tiene que ser eso! —exclamó Andrea excitada—. Si los de Vegatejedo saben que hay un monstruo en San Cipriano significa que lo que viste es de verdad. ¡No fue un sueño!
—¡Y lo han despertado! —gritó Carlos asustado al recordar de nuevo su terrible experiencia de la noche anterior.
—Entonces —comenzó a decir Juan con inquietud—… ¿creéis que alguien ha despertado al monstruo de San Cipriano?
Los niños guardaron un largo silencio, ya que al pensar en aquella posibilidad un escalofrío les recorrió la espalda.
—Sin duda. Estoy segura —aseveró Andrea con serena seguridad—. ¿Pero quién ha podido hacer algo así? Y sobre todo ¿por qué?
—Pero… ¿Qué vamos a hacer? —inquirió Laura con miedo.
De nuevo el silencio volvió a llenar el ambiente. Los mayores reflexionaban y la pequeña del grupo los observaba con inquietud, esperando su decisión.
—Yo creo —empezó a decir Juan— que no podemos decírselo aún a ningún adulto. Ha podido ser cualquiera y, si se lo dijésemos al que ha despertado al monstruo, sabría que nosotros lo sabemos y…
—Querrá deshacerse de nosotros —completó Andrea la frase de su amigo.
Aquello les provocó a todos un nuevo escalofrío, pero ya no pudieron continuar con sus divagaciones porque una voz carraspeó no muy lejos de ellos. Giraron la cabeza y vieron que don Esteban los observaba impaciente junto a la pizarra.
—¿Han acabado ya su cháchara? ¿Podemos empezar o aún tienen más cosas de las que hablar? —Andrea hizo amago de querer decir algo, pero el maestro la cortó en seguida—. Era una pregunta retórica, señorita Gómez. No sé qué cuchichean, pero seguro que eso puede esperar hasta la hora del recreo. Empecemos.
Sin añadir nada más, se dio la vuelta y comenzó a escribir en la pizarra mientras decía:
—Ayer, si sus pequeños cerebros recuerdan, decíamos que los ríos que cruzan la meseta eran…
Carlos, Andrea y Juan resoplaron y protestaron casi a la vez. Aquello mereció un reproche y una amenaza del maestro, lo que les incitó a sacar sus cuadernos a toda velocidad y no decir ni una palabra más. Laura, por su parte, ya escuchaba desde el primer minuto con la misma atención de quien teme ser castigado si mueve un músculo.
Después de clase no perdieron un instante y subieron corriendo la calle hasta la plaza. Compraron una bolsa de gusanitos y se sentaron en un banco a compartirla entre los cuatro.
—Entonces —expuso Carlos—, al final, los de Vegatejedo, que tenían miedo de que despertásemos al monstruo de San Cipriano, tenían razón. ¡Alguien lo ha despertado!
—Sí, y si esa cosa está por ahí suelta, estaremos todos en peligro —reflexionó Juan.
—Hay que decírselo a papá y a mamá —insistió Laura, con una voz que dejaba denotar un poco de miedo ante lo que escuchaba.
—No, no podemos —terció Juan con sequedad.
—Pero ellos no han sido y sabrán lo que hay que hacer —protestó su hermana.
—No, yo tampoco creo que hayan sido papá y mamá —caviló Juan—, pero ellos podrían decírselo a otros adultos y al final el que ha despertado al monstruo sabría que lo sabemos y…
—Querrá quitarnos de en medio —completó Andrea—. Además, los adultos nunca nos creerán. Pensarán que son imaginaciones nuestras, que nos lo hemos inventado.
—Tenemos que reunir pruebas y luego pensar si hay algún adulto a quien podamos contárselo —añadió Carlos.
—Sí, pero ¿por dónde empezar? —preguntó Juan.
Todos se quedaron en silencio un largo rato, meditando mientras sus manos no dejaban de entrar y salir de la bolsa de gusanitos.
—Fue Enrique el que os habló del monstruo, ¿no? —preguntó Carlos a Juan.
—Sí. Nos lo contó cuando veníamos hacia aquí… —observó Juan, pensando en el sentido de la pregunta de Carlos. Entonces, al darse cuenta de lo que su amigo tenía en la cabeza, exclamó abriendo mucho los ojos—. ¡Hay que preguntar a Enrique!
—Exacto. Hay que preguntarle —confirmó Carlos con una sonrisa de orgullo en su rostro— para que nos diga todo lo que sabe sobre ese tema.
—Vale. Pues lo haremos. ¿Cuándo llega Enrique? —quiso saber Juan.
—Mañana por la tarde —respondió Andrea.
—Allí estaremos, entonces —afirmó Carlos con rotundidad.
Al día siguiente, y como cada miércoles, el todoterreno cruzó el pueblo de un extremo al otro pitando sin parar para hacer notar su presencia a los vecinos. Aparcó en la plaza y esperó a que poco a poco fuesen llegando todos hasta rodear por completo el vehículo. El ambiente era muy animado, como de costumbre, y la gente no se limitaba a recoger sus paquetes o su correo y volver a casa. Muy al contrario, todos hablaban con todos, preguntando por las novedades del día. Y, como el animado ambiente no decaía, alguien propuso, como solía suceder, ir a la casa comunal a tomar el café.
Mientras los adultos entraban, los niños aprovecharon para acercarse a Enrique, que se había quedado un poco rezagado del grupo.
—Enrique, Enrique —le llamaron los tres mayores.
—¿Qué pasa niños? ¿Cómo lo lleváis?
—Bien… —dijeron casi a la vez.
—¿No os aburrís en este pueblín?
—No —respondió Juan, mientras los otros negaban con la cabeza—. Pero tenemos una pregunta que hacerte.
—¿A mí? Vaya, qué honor. ¿Y cuál es?
—Queremos que nos cuentes todo lo que sabes sobre la leyenda del monstruo ese que vive aquí.
Enrique sonrió al comprender que podría divertirse un poco asustando a los niños.
—Uy, el monstruo… Es un monstruo terrible que vive en este pueblo y que sale por las noches para comerse a los niños malos. Cuando la oscuridad cae, recorre las calles olfateando, buscando carne fresca para…
—Ya, ya, ya… —le interrumpió Andrea sin dejarse impresionar—. Nosotros lo que queremos saber es cómo podemos encontrar al monstruo.
—¿Encontrarlo? —preguntó Enrique, muy confundido por la reacción de la niñita.
—Nos gustaría —intervino Juan, temiendo la imprevisible reacción de su amiga— que nos contases todo lo que sabes del monstruo de San Cipriano, es todo.
—Ehhh… —titubeó Enrique, más serio al comprender que los niños no bromeaban—. Bueno… no sé mucho, ¿eh? En Vegatejedo dicen que desde hace siglos una serpiente duerme escondida por aquí, o algo así, y que si alguien la despertase sería terrible para la comarca. Y ya está. No sé más.
—Pues no nos ayuda mucho —se quejó Andrea.
—Pero… ¿qué es lo que queréis saber?
Enrique estaba cada vez más confundido.
—Nos… ¡interesan las leyendas del pueblo! —improvisó Juan con lo primero que se le pasó por la cabeza.
—Ya… Pues yo no creo que pueda seros de mucha ayuda… Preguntad a don Casildo. Él nació y pasó su infancia aquí, en el pueblo.
—¡Genial! ¡Muchas gracias, Enrique! —dijo Juan a la vez que salía corriendo en busca del anciano.
Los otros lo siguieron despidiéndose a la carrera.
Calle abajo vieron a don Casildo, que como no era muy amigo de los eventos sociales regresaba a casa. Encorvado y apoyado en su bastón, se alejaba portando una pequeña bolsa con la compra. Incluso de lejos no les costó reconocerlo, pues vestía la misma chaqueta de lana blanca y marrón de cada día.
—¡Don Casildo! ¡Don Casildo! —gritaron los niños mientras le alcanzaban a toda carrera.
Este se detuvo y se dio la vuelta justo a tiempo para verlos casi abalanzarse sobre él.
—¿Qué ocurre, niños?
—Don Casildo, queremos que nos cuente la leyenda del monstruo de San Cipriano —dijo Juan, al tiempo que intentaba frenar sin caerse.
—¿El qué de San Cipriano? —repuso el anciano sin comprender nada.
—Enrique nos ha dicho que en el pueblo hay una gran serpiente escondida —intervino Andrea.
—¿Una gran serpiente? ¿Aquí? —repitió el anciano con cara de no entender nada.
—Sí —dijo Carlos—. Enrique le contó a Juan cuando venían aquí que los de Vegatejedo tienen miedo de que despertemos a un monstruo que dicen que es una gran serpiente.
—¡Ah! El cuélebre…
—¿El qué? —exclamaron los tres casi al tiempo.
—Claro. Es que hay que hablar con propiedad, si no ¿cómo queréis que os entienda? No es una serpiente, es un cuélebre.
—¿Un cu… qué? —preguntó Andrea sin comprender nada.
—Un cuélebre, Andrea. El cuélebre es el dragón de estas tierras. Tiene la forma de una gran serpiente, como dijo Enrique, pero además tiene alas, unas grandes fauces y ojos rojos y brillantes como ascuas. —Al escuchar aquello, Carlos tragó saliva con tanto ruido que don Casildo lo miró de reojo—. Cuando yo era pequeño, y de eso hace ya mucho, mi abuelo siempre me repetía que tuviese cuidado con el cuélebre que vive bajo el caño que llamaban «a Fonte da Moura». La Fuente de la Ninfa en castellano.
—¿Qué es una ninfa? —preguntó Andrea.
—Un hada de las aguas, tonta —respondió Carlos.
—¡No me llames tonta! —protestó ella.
—Hay algo que no entiendo —dijo Juan, ignorando la riña de sus amigos—. ¿Por qué se llama fuente de la ninfa si hablamos de serpientes?
—No lo sé —repuso don Casildo con un encogimiento de hombros—. Yo os digo lo que me contaban. Recuerdo que mi abuelo nos narraba historias terroríficas sobre el valle. En los duros días de invierno, cuando más frío hacía y la nieve llegaba hasta las ventanas de las casas, nos reunía en torno al calor del hogar para contarnos aquellas historias. No recuerdo todas, pero había algunas que hablaban de ese monstruo. Entre ellas, está ese cuento que os digo, el de que el cuélebre vivía bajo una fuente que llamaban «a Fonte da Moura» y nos decía que, si no teníamos cuidado cuando fuésemos allí a coger agua, podríamos despertarlo y entonces nos robaría y nos llevaría a su cueva para comernos. Y, para darnos aún más miedo, nos decía que ya había ocurrido más veces.
—Pero entonces ¿el culebro ese vive debajo del caño? —preguntó Andrea.
—Eso dicen —respondió don Casildo—. Y no es un culebro, sino un cuélebre.
—Pero, si vive un cuélebre, ¿por qué se llama Fuente de la Ninfa? —insistió Juan.
—Ya he dicho que no lo sé.
—Pero… esa fuente que dice, ¿es la fuente del pueblo? —preguntó Carlos.
—Nooo, no, no, no… Esa es muy moderna. Cuando yo era pequeño no había agua corriente en el pueblo. Si queríamos agua había que ir a llenar las tinajas y los cubos a alguna de las tres fuentes naturales que hay cerca de la aldea. Los jóvenes pensáis que las cosas siempre han sido como son ahora, ¿eh? Con el interné ese, el teléfono, la luz… ¡Pues no! Nada de eso existía en mi juventud. Si queríamos agua había que ir a buscarla con el cántaro a cuestas. Y tener mucho cuidado de no romperlo. Si no, era mi madre quien me rompía una vara en la cabeza.
Hizo una pausa y miró a los niños pensativo.
—¿Qué estaba diciendo yo antes de eso? ¡Ah, sí! A Fonte da Moura. Sí, sí, sí… A Fonte da Moura… aunque todos la llamábamos «el caño viejo» —afirmó con una sonrisa al recordar su niñez—. Era así porque si la llamábamos «da moura», y el cura nos oía nos arreaba un sopapo por mentar, según decía, al diablo. Y de hecho creo que hoy en día ya solo la llaman «el caño viejo». ¡Y en castellano, además!
—Vaya nombre —rio Andrea.
—No sé si aún existirá… —continuó diciendo don Casildo imbuido en sus pensamientos y recuerdos—. No he pasado por allí desde que marché del pueblo. Hace ya tantos años de eso… ¡Pero conozco el camino de memoria! De todo el valle, era mi lugar favorito. ¡Me habéis dado ganas de volver a verlo!… ¿Queréis venir, niños?
—¡Sí! —respondieron Juan, Andrea y Laura a la vez.
—Yo… creo que mi madre me pidió que fuese a casa… —balbuceó Carlos—. A… a hacer los deberes.
—¿Qué deberes? —preguntó Juan.
—No seas cobardica —dijo Andrea mientras le tiraba del brazo, al comprender que lo que le pasaba era que tenía miedo—. Vamos, que no tienes deberes que hacer.
—Empieza a hacerse de noche y seguro que tendremos que entrar en el bosque —se quejó Carlos con voz trémula.
—Volveremos antes de que sea de noche —repuso Andrea.
—Pero nuestros padres no saben a dónde iremos y si nos ocurre algo…
—Ya vamos con un adulto —contestó Juan.
—Pero… —volvió Carlos a insistir.
—¡Carlos, no seas miedica! —sentenció Andrea—. No nos va a pasar nada. Vamos, vemos dónde está y regresamos antes de que oscurezca.
—¡Jo! —fue lo único que Carlos fue capaz de encontrar como argumento.
Y sin más opciones, cedió y aceptó ir con ellos, aunque a regañadientes.
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El libro del búho
FantasyDesde tiempos remotos, perdidos ya en la memoria, una orden de magos protege un tesoro de un gran poder y codiciado por muchos. Los hermanos Juan y Laura han recibido extraños regalos por parte de su abuelo. Él, un grueso y viejo libro que llaman de...