-¡Parece que habéis perdido un duende! -repitió el anciano con la misma estridente risa y fuerte acento gallego.
Se trataba del viejo ciego del pueblo. Un hombre corpulento, encorvado por el peso de los años hasta el punto de haberle hecho crecer una pequeña chepa. Le faltaban algunos dientes y su barba crecía desordenada y poco poblada. Vestía, como de costumbre, ropas amplias, viejas, raídas y de colores oscuros y apoyaba su peso sobre un alto cayado de madera. No era la persona más sociable del pueblo. De hecho, era raro verle en alguno de los frecuentes eventos que se organizaban. Y cuando asistía, era difícil arrancarle alguna palabra, aunque reía con facilidad y estridencia.
Fuese como fuese, aquella era la primera vez que los cinco -los cuatro niños y el ciego- se encontraban a solas y sin otros adultos. A Carlos le ponía nervioso aquel hombre, así que se pegó a Andrea, buscando algo de protección pese a ser más pequeña que él. Esta no parecía para nada acobardada.
Laura hizo lo mismo y se puso detrás de su hermano, que parecía más asombrado que asustado.
-¿Cómo lo sabe? -preguntó.
-Pues porque dais vueltas, buscando, alrededor de la que llaman da Pedra dos Trasgos. La Piedra de los Duendes, para que me entendáis. Y dicen por aquí que quien da vueltas a su alrededor es porque busca al duende que en ella vive.
-Pues, aunque no se lo crea -dijo Juan con una mezcla de orgullo y satisfacción-, ¡hemos visto uno!
El viejo ciego volvió a reír.
-Os creo, os creo. No son pocos los que decían lo mismo en el pasado. Aunque yo nunca lo he logrado -respondió apoyando el dedo índice bajo su ojo derecho, como dando a entender que se lo impedía la ceguera, al tiempo que volvía a emitir una sonora carcajada-. Y supongo que si se os ha escapado es porque lo perdisteis de vista. Porque dejasteis de mirarlo ¿verdad?
Los niños asintieron, asombrados al no entender cómo podía saber aquello.
-Un cuervo pasó rozándonos la cabeza y dejamos de mirarlo. Cuando volvimos a hacerlo ya no estaba. Pero había un zorro -dijo Laura.
-Y ese zorro tenía que ser el duende -añadió Juan.
-Seguro que era él -confirmó el viejo ciego-. Son muy rápidos disfrazándose de animal.
-Entonces... -reflexionó Carlos en voz alta- si los duendes pueden transformarse en animales, ¿el cuervo era otro duende que intentaba ayudar a su amigo a escapar?
-Puede ser -repuso el anciano-. Hay más duendes de los que pensamos alrededor nuestro, pero no podemos verlos porque solo se desplazan por el mundo exterior bajo la piel del animal que han adoptado. Es así desde que Enerim viviese, hace ya varios miles de años.
-¡Enerim! -exclamó Juan con sorpresa. Nunca había oído aquel nombre y ya era la segunda vez que lo escuchaba en el mismo día-. El duende también habló de Enerim.
-No me extraña. Es muy conocido entre los inmortales. Él es el responsable de muchos de los males del pasado y de las grandes maldiciones que pesan sobre los duendes aún hoy.
-¿Como la de la ninfa que se transforma en dragón? -preguntó Carlos, tan fascinado con lo que escuchaba que había ya olvidado su miedo.
-¡Ah! Conocéis la historia de la xana que se convierte en cuélebre.
-Bueno, en realidad no conocemos la historia -repuso Carlos-. Solo sabemos que las ninfas se transforman en dragones a causa de la maldición de ese tal Enerim.
-Ah... Ya veo... Entonces a lo mejor queréis oírla -dijo el viejo ciego con una amable sonrisa.
-¡Sí! -contestaron los cuatro al tiempo.
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El libro del búho
FantasyDesde tiempos remotos, perdidos ya en la memoria, una orden de magos protege un tesoro de un gran poder y codiciado por muchos. Los hermanos Juan y Laura han recibido extraños regalos por parte de su abuelo. Él, un grueso y viejo libro que llaman de...