Prólogo

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Portorosso.

Un pequeño pueblo pesquero ubicado en algún lugar de la costa italiana.

Donde la tierra y el agua habitan en armonía, hablando en todos sus aspectos.

Donde los niños salen a jugar y nadar todo el día. Los adultos pescan y disfrutan de las apacibles tardes que el pueblo les regala, compartiendo historias, partidas de juegos de mesa o simplemente charlando sentados en el borde de la fuente del pueblo.

Uno de ellos en específico, disfruta de realizar día con día sus labores. Ayudando a su padre con la pesca por las mañanas y cuidando de los habitantes por las tardes; un joven alto y simpático, y muy querido por los Portorossinos.

Seis años han pasado desde que se mudó al pueblo, consiguiendo con ello una fantástica nueva vida. Aunque, si podía decirlo, había algo o más bien alguien que le hacía falta tara que esta fuera perfecta.

Esa noche. Se encontraba sentado en una vieja plataforma de madera montada en medio de las ramas de un enorme y viejo árbol en el patio del signor Marcovaldo. Un escondite que anteriormente fue su habitación junto a su primer y mejor amigo.

La ausencia de ruido y la reconfortante paz eran ideales para plasmar en el lienzo la figura de una entrañable persona a quien le tenía el mayor de los aprecios.

El modelo de su retrato era un apuesto joven de una fotografía. Tenía el cabello largo y rizado, la piel blanca como la vainilla y portaba un par de gafas que cubrían sus hermosos ojos color marrón... Imaginar tenerlo frente a él hacía que su corazón se acelerara de la emoción.

— ¿Qué haces, Alberto? — Preguntó Massimo a su hijo desde el patio.

Alberto sacudió la cabeza, saliendo de su sueño y respondió:

— Estoy dibujando.

Machiavelli, el gato de la familia, bajó de los hombros de su amo y trepó al árbol para sentarse en las piernas de Alberto, quien acarició al gato por detrás de las orejas.

— La cena estará lista en unos minutos. — Anunció el hombre.

— Sí, papá. — Respondió Alberto.

Aunque llevaba años viviendo a su lado, no terminaba por decidirse si llamar a aquel hombre por su nombre o si simplemente decirle como acababa de hacerlo.

— Descuida, bajaremos cuando la cena esté lista.

Levantó el pulgar a Massimo, guiño un ojo al gato sobre su regazo y siguió dibujando al joven de las gafas.

Mientras pasaba el lápiz por el papel. Imaginaba de nuevo el cómo sería si ese joven, de nombre «Luca», volviera al pueblo y ambos se reencontrasen al fin.

Obviamente sería el momento más feliz de su vida. Pero también sería uno de los más inquietantes. No se habían visto en mucho tiempo y estaba seguro de que ambos habían cambiado demasiado en todos esos años.

Alberto estaba por cumplir los veintiún años. Ya no era aquel chico que alguna vez enseñó a Luca a saltar desde lo alto de un acantilado o a infiltrarse en un pueblito humano extremadamente peligroso solo para escapar de sus padres y, de paso, conseguir una Vespa para viajar juntos por el mundo...

Viajar junto a Luca.

Ese era el sueño de su vida.

Sin darse cuenta, acababa de terminar el retrato de su amigo. Luca sonreía a él desde el papel como si lo tuviera en frente. Alberto le devolvió la sonrisa y volvió a acariciar a Machiavelli, quien ronroneo en respuesta.

— Ya lo verás, Machiavelli — Murmuró Alberto, sonriéndole al gato. —, cuando Luca vuelva, los dos volveremos a estar juntos de nuevo.

Escuchó como el gato emitía un sonido similar a un gruñido. Como si le estuviera diciendo que olvidaba algo igual de importante (al menor para él) que Luca.

Entonces Alberto se dio cuenta y se sintió enormemente avergonzado, aunque no arrepentido, y corrigió sus palabras.

—... y Giulia, claro.

¡Giulia!

Ella también formaba parte importante en el grupo. Más ahora que se había convertido en su hermana adoptiva.

Pensó en toda clase de líos en los que ambos se meterían estando juntos. Era bien sabido que, de los tres, los que peor de llevaban eran ellos dos. Pero no necesariamente era algo completamente malo, al contrario, disfrutaban de meterse en problemas y arrastrar a Luca junto a ellos.

La puerta de la cocina volvió a abrirse, y con ella, tanto Alberto como Machiavelli, sintieron el delicioso aroma de la cena.

¡Era su favorito, trenette al pesto!

— ¡Vengan a cenar! — Anunció Massimo, y no tuvo que decirlo dos veces para que Alberto y su gato fueran de inmediato a poder disfrutar de la cena.

Mejor vida no podía pedir. Y tenía el ligero presentimiento de que las cosas estaban a punto de cambiar...

Amore Mio ᭥ ᭄ LubertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora