4. El Pacto

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El lienzo frente a él continuaba en blanco, llevaba días sin poder realizar aunque sea un mínimo trazo y los vecinos del departamento de arriba, estaban peleando a gritos, ignorando el llanto de su bebé.

Nervioso arrojó el pincel sobre la mesa de trabajo y se cubrió los oídos, totalmente perturbado.

— ¡Ya basta! ¡basta, maldita sea!

El llanto de ese bebé le crispaba los nervios y víctima de su inestabilidad emocional, se dejó caer al piso y allí en posición fetal fue asaltado por los recuerdos...

... El niño clavó los talones en el suelo y le dijo a su hermana que no quería entrar, a la casa de la vieja Amalia, mejor conocida en el pueblo, como la bruja del bajo. Fátima molesta, le dio un par de bofetadas y lloriqueando en silencio, Antonio no tuvo más opción que seguirla.

Amalia, refunfuñó al escuchar que alguien golpeaba las manos y de mala gana descorrió la sucia cortina de la entrada.

Dos niños de aspecto muy humilde la miraban con una mezcla de asombro y temor. La niña debía de andar por los doce años, era poco agraciada, pero tenía una fuerza en su mirar que le llamó la atención. El niño que se escondía detrás de ella rezaba en murmullos y aquello le causó mucha gracia.

La vieja se cruzó de brazos al ver que la niña se acercaba decidida. Había una extraña determinación en sus ojos, que se le hizo familiar y antes de que abriera la boca, ya sabía qué era lo que iba a pedir.

—Lo que estás pidiendo tiene precio de sangre.

—Eso lo sé y no me importa.

—¿Y qué gano yo? —la miró de arriba a abajo —. Se nota que sos una muerta de hambre.

—Pídame lo que quiera y se lo traigo.

—Ta güeno —. La vieja sonrió enseñando sus dientes podridos y luego la invitó a pasar.

Antonio sintió que había estado esperando por una eternidad, cuando en realidad solo fueron unos minutos. Trató de averiguar para qué habían ido a ver a la vieja, más su hermana no soltó una palabra, excepto cuando lo amenazó de muerte si le contaba algo a su padre.

Esa noche sentados a la mesa, los niños miraron con un poco de recelo aquel extraño guiso, que su padre había hecho con las verduras que sacó de la basura y a pesar del hambre no pudieron comerlo.

Fátima se puso de pie temblando de rabia y descargó todo el veneno de su corazón, gritándole al padre. Lo culpó de la muerte de la madre y de la miseria que pasaban.

Antonio le suplicó que se detuviera, y al ver que su padre no reaccionaba, corrió hacia la cuna en donde el bebé Jacinto lloraba.

El hombre abrumado, salió de la casa y no volvió hasta pasada la medianoche, cayéndose de borracho.

Un ruido quitó del sueño a Antonio y el primer instinto fue asegurarse de que el bebé estuviera a salvo. No lo encontró en la cuna y asustado llamó a Fátima. Sin embargo ella tampoco estaba. De repente escuchó el llanto del hermanito y salió hacia el patio. A lo lejos divisó una silueta y gracias a la luz de la luna llena, vio que era Fátima. Aliviado corrió a su encuentro.

—¿A dónde vas con el bebé? —dijo agitado.

—Volvé a casa ya mismo.

—Hermana, tengo miedo. No le lleves al Jacinto a la bruja. Por favor...

Fátima le dijo que no se preocupara y lo obligó a regresar. Pero el desobediente Antonio solo fingió volver y esperando unos minutos, la siguió a una distancia prudente, para comprobar que sus sospechas eran ciertas: Fátima acababa de entrar a la casa de la bruja.

Con sigilo se acercó a una ventana y vio que la bruja sostenía al bebé en brazos, pero no veía a su hermana. Decidido a salvar a Jacinto, intentó entrar, pero un fuerte golpe en la cabeza lo noqueó.

El sol entraba a raudales por la ventana del hospital y Antonio no comprendía qué estaba haciendo allí. Preguntaba por su hermanito y llamaba a su padre. El doctor sin conmoverse por su llanto, le dijo que alguien quería hablar con él.

Una mujer muy amable, se presentó como la psicóloga del hospital. Antonio sabía que la historia no era cierta, su papá era bueno y aunque tuviera problemas con el alcohol, él no había matado a Jacinto.

Unos días más tarde, su hermana y él fueron trasladados a una casa de acogida. Fátima se mostraba desvastada en presencia de los demás, en cambio cuando estaban a solas no dejaba de sonreír. Furioso, una noche la increpó y amenazándola con un cuchillo, que robó de la cocina, quiso obligarla a confesar.

—¿Por qué? —Lloraba amargamente.

—Lo hice por nosotros, Tony. Vas a ver qué ahora nuestra suerte cambiará.

— ¡No! ¡Asesina! —. Gritó y Fátima quitándole el arma intentó cortarlo.

—Cállate, o vas a ser el próximo. —Antonio retrocedió asustado.

—Algún día vas a pagarlo muy caro.

—Ay, Tony, no seas payaso. —Carcajeó.

"No seas payaso" murmuró y se puso de pie al escuchar el chasquido de las llaves en la cerradura. Un segundo después ella entró y al verlo triste corrió para abrazarlo. Con susurros maternales logró calmar a sus demonios internos y cuando él se sintió más tranquilo, le confesó sus planes.

—¿Te volviste loco?

—No, yo sé lo que hago.

—Si algo sale mal, todo se derrumba.

—Calma, mi amor —enmarcando el rostro de su musa, la besó—. Es hora de ajustar cuentas con Fátima.
—¿Y después nos vamos?
—Sí, después nos vamos a donde vos quieras.

Lux In Tenebris Donde viven las historias. Descúbrelo ahora