11. La máscara

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Cuando Paula Álvarez llegó al cementerio, dos oficiales custodiaban el portón de hierro de la entrada principal y fingiendo que pasaba por allí casualmente los saludó. Uno de ellos era González, un tipo muy amable y demasiado confiado. Al otro no lo conocía, pero por su actitud nerviosa supuso que era nuevo.

—González, ¿qué pasó? ¿Alguna profanación de tumbas o qué?

—No, es algo relacionado con los nenitos muertos en el cumpleaños. Igual, no te puedo decir más nada.

—Vamos, compa. Soy yo Álvarez, no una extraña.

—Lo sé, pero no estás en servicio y Andrade nos prohibió hablar de esto.

Ante la imparcialidad de sus compañeros, tuvo que recurrir a otra opción. No podía irse del lugar con las manos vacías, así que se despidió de los oficiales y comenzó a caminar bordeando los altos muros blancos del cementerio.

Antes de doblar en la esquina, miró a González y agradeció que este fuera un adicto a su móvil, cuando lo vio entretenido con el dispositivo. El otro oficial tenía la cabeza gacha como si estuviera mirando algo muy importante en el suelo.

Esa era su oportunidad y corriendo hacia la parte más baja del muro, esa por donde solían treparse los niños que iban a jugar a las escondidas de noche. Miró en varias direcciones para percatarse de que nadie estuviera merodeando por allí y trepó lo más rápido que pudo.

El descenso fue algo complicado y terminó con una pequeña herida en el codo, gracias a un trozo de metal que sobresalía del concreto. Sin darle importancia al ardor y a la mancha de sangre, que se expandía alrededor de la manga rasgada de su chaqueta, empezó a caminar sigilosamente por entre las tumbas más viejas del cementerio.

Cuando escuchaba voces, se agazapaba en algún rincón y permanecía inmóvil casi sin respirar hasta que la amenaza desaparecía. Le hubiera gustado que Roby la viera pretendiendo ser tan sigilosa como un ninja.

Le llevó más tiempo del que creía, llegar hasta el sitio en donde estaban las tumbas infantiles, porque Andrade había hecho un gran despliegue policial en el sitio, como nunca antes lo había visto hacer, y sus compañeros estaban por doquier, revisando sector por sector en busca de alguna pista del criminal.

Escondiéndose dentro de un mausoleo en ruinas, tomó un par de ladrillos sueltos para usarlos como taburete y poder mirar a través de un pequeño tragaluz. La vista era perfecta y allí oculta podía observar todo sin temor a ser descubierta. Lo primero que hizo fue tomar unas fotografías y después empezó a filmar.

Una parte del equipo de criminalística estaba retirando los globos y la otra parte continuaba fotografiando el suelo y tomando muestras de posible evidencia.

Fue de un instante a otro, que Paula percibió en las imágenes que iba capturando con su móvil, la presencia de un hombre semi oculto detrás de un viejo árbol que estaba cerca de la salida y aumentando el zoom de la cámara, notó que no llevaba el uniforme policial y creyó que tal vez era uno de los empleados del cementerio, sin embargo su instinto le decía que era la persona que tanto buscaban.

El dilema se le presentó cuando supo que para llegar hasta él, debía de pasar por enfrente del equipo y si la descubrían, iba a meterse en un gran lío. Durante unos minutos su mente se debatió entre dejarlo ir o salir y arruinar todo.

Salió del mausoleo y moviéndose con el mismo sigilo con el cual había entrado, logró pasar por la zona más complicada sin ser vista. En el último tramo, se encontró con un panorama desolador porque las tumbas eran escasas y tampoco habían mausoleos que le sirvieran para esconderse.

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