13. Lágrimas y lluvia

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La habitación estaba sumida en un silencio apacible, que apenas era interrumpido por el débil tic tac del reloj de campana, que había heredado de sus abuelos. Las agujas marcaban las cuatro menos diez y la tormenta comenzaba a intensificarse.

Paula acababa de despertar y sus ojos tardaron un momento para acostumbrarse a la penumbra. El dolor había disminuido un poco, pero temía que al menor movimiento, las lesiones volvieran a palpitar dolorosamente. Por eso se quedó muy quieta, observando como las cortinas bailaban al son de la fresca brisa, que entraba por la ventana entre abierta.

Desde que había vuelto a su casa, no se había permitido llorar y el nudo en su garganta la estaba asfixiando. Los golpes del maniático payaso, resultaron en una fractura en el antebrazo, precisamente del hueso radio y el lazo de cazador, le provocó un leve esguince de tobillo.

Su sangre hervía al recordar la situación y odiaba haberse sentido tan frágil e indefensa, cuando estuvo tirada en el suelo, soportando los golpes de ese maldito cobarde. Lo que más deseaba en ese momento era asesinar al tipo con sus propias manos.

Abrumada giró la cabeza hacia la mesita de noche y vio el vaso con agua que su hermana le había dejado, junto con el blíster de analgésicos. Como pudo se estiró para alcanzar el vaso y sin querer tiró el móvil al suelo. Entonces recordó que le debía una llamada a Roby. Sin embargo prefirió no hacerla por el momento.

Todavía no se sentía preparada y no quería echarse a llorar apenas escuchara su voz, porque él solo conocía su lado fuerte. Ese que siempre mostraba en el trabajo y que le valió para ganarse el respeto de todos.

La Paula débil que ahora yacía en su cama llorando en silencio, era una faceta que solo se permitía en la intimidad de su habitación, porque desde niña y a pesar de los padres cariñosos que tenía, ella siempre había preferido lamer sus heridas en solitario.

La puerta se abrió al tiempo que se encendió la luz y Paula, apenas si tuvo tiempo de limpiarse las lágrimas.
La intrusa se quedó en el umbral, sintiendo que había hecho algo inapropiado y se disculpó.

—Vine a traerte algo de comer, perdón por no llamar antes de entrar. ¿Estás bien?

—Sí —mintió —No tenés que oficiar de enfermera. Yo puedo ir al comedor, no estoy inválida.

—Me parece que alguien se despertó de malhumor —dijo apoyando la bandeja en el escritorio y luego cerró la ventana.

—Perdón, no quise ser grosera.

—No hay problema, los pacientes me tratan peor en el consultorio.

—Renunciá. Podés retomar la carrera y dejar de ser la secretaria de ese explotador.

—No puedo, me gusta lo que hago y el doctor Lamas no es un explotador. Estoy aprendiendo muchas cosas con él.

Maya Álvarez había cumplido 20 años hacía una semana y a diferencia de su hermana, poseía un carácter apacible y una predisposición, que a veces era motivo de abuso para algún avivado.

—Es raro que tu lindo compañerito no haya venido a verte, ¿sabe lo que te pasó? —le alcanzó la taza de té y una servilleta.

—No, no le dije. Ya tiene demasiados dramas en su vida.

—Hace un rato vino el otro poli y te trajo chocolates. Le gustás —bromeó.

—Nada que ver, Ibáñez tiene novia.

—Eso no es impedimento para que se haya fijado en vos.

—No digas pavadas, Maya.

—Yo solo digo lo que veo —al ver que su hermana se mostraba incómoda, decidió cambiar de tema —. Cóntame qué te pasó, porque no me creo el cuento de que te caíste.

Lux In Tenebris Donde viven las historias. Descúbrelo ahora