Estaba sentada en mi escritorio concentrada en cosas del colegio cuando Milagros entró en la habitación que compartíamos.—Amelia, ¿has visto mi biblia? —me preguntó mientras rebuscaba en el armario.
—Está en el primer cajón de la mesita, Milagros, siempre la dejas ahí cuando te vas a dormir —contesté resignada.
—¡Ay, es verdad! Es que no sé dónde tengo la cabeza, con todo lo que ha pasado... —Suspiró—. A mí me cae bien Luisita, pero... —dijo mientras se sentaba en una de las dos camas que teníamos en la habitación.
—Pero ¿qué? —Dejé lo que estaba haciendo y me di la vuelta para mirarla.
—Siendo «así», y con lo que ha dicho la Madre Superiora... —Agachó la cabeza—. Yo no quiero meterme en líos.
—A ver, Milagros, ¿en qué líos te vas a meter?
—Pues porque si sigo siendo amiga de Luisita, quizás Bernarda se enfade conmigo o el Padre Emilio, o no sé. Nuestro Señor también se puede molestar, ¿no?
Me senté a su lado y le cogí la mano.
—Milagros, nadie se va a enfadar contigo porque seas amiga de Luisita. —Sonreí—. Además, es normal que quieras mantener su amistad, porque es una chica encantadora, maravillosa, con un gran sentido del humor. Siempre está dispuesta a ayudar, y aunque vaya con esa fachada de malota, tiene un gran corazón —solté sin pensar. —Por cierto; va a seguir ayudándonos en la radio.
—¿De verdad? —preguntó ilusionada.
—Sí, me lo ha dicho antes de irse —afirmé. —Voy a seguir corrigiendo.
«¿Por qué le había dicho eso sobre Luisita a Milagros?», me pregunté. Negué con la cabeza y seguí con mi tarea.
Al cabo de un rato, la hermana Mercedes tocó la puerta.
—Disculpadme, hermanas. Os traigo el correo —añadió y nos dejó una carta a cada una.
—¿A mí también? —pregunté extrañada.
Normalmente hablaba con mi familia por teléfono y con mis hermanas por WhatsApp.
—Sí. —Cogí el sobre y sonreí al comprobar el remitente—. Muchas gracias —dijimos al unísono.
Mercedes, abandonó nuestro cuarto dándonos intimidad para leer nuestra correspondencia.
Quería mucho a mis seis hermanas, pero Flor era la más especial.
—¡Qué cortita! —exclamó Milagros dejando su carta encima de la cama. —¿A ti quién te ha escrito?
—Mi hermana Flor.
—Yo es que con tu familia voy un poco perdida, Amelia.
—A ver, yo soy la mayor y luego están Berta, Carmen, Dorita, Elisa, Flor y Gloria. —Enumeré sus nombres.
—¡Madre mía! Tu casa tenía que ser como los campamentos de verano a los que iba yo de voluntaria, que las niñas se peleaban por el baño... por la ducha. ¡Una locura!
—Para ser sincera, sí —reí. —Pero la casa es grande. Nos apañábamos muy bien, aunque alguna disputa que otra en nuestra época adolescente por las mañanas, sí que tuvimos —dije recordando con nostalgia.
—¡Qué guay! Yo soy hija única —comentó encogiéndose de hombros. —Sin embargo, ahora tengo muchas hermanas —expresó risueña.
Yo afirmé con la cabeza mientras sonreía y bajé la vista otra vez a la carta de Flor. Tenía ganas de leerla y saber qué era lo que quería contarme, pero Milagros volvió a la carga con sus preguntas.