—¿Y Amelia por qué coño se ha ido y nos ha dejado al chucho aquí? —inquirió Marina con los brazos en jarra.—No le llames chucho que Luisita me ha contado que es un perro muy sensible —intervino Susana mientras le acariciaba la cabeza; él estaba a su lado sentado sobre las patas de atrás.
—Perdóneme, señor Bernardo. —Se disculpó Marina solemnemente—. ¿Puedes contestar? —Le preguntó a la rubia que continuaba obnubilada. Había cambiado de galaxia. —Luisita —pronunció su nombre, pero ella no reaccionaba. —¡Luisa! —acompañó el reclamo de una colleja.
—¡Joder, Marina! —Se frotó la nuca y le devolvió el golpe en forma de bofetón.
—Pero ¿qué haces, payasa?
—Pues devolverte la hostia, ¿o querías que me la quedara yo? —se defendió.
—¡Din, din, din! —Imitó el sonido de una campana—. Final del primer asalto. Cada una a una esquina del salón.
Susana se metió en medio para que no se mataran y Berni llamó la atención con un ladrido.
—¿A qué ha venido la monja? Porque a traer unas pastas no creo, ¿no? —Alzó una ceja con una sonrisa socarrona.
Antes de que a Luisita le diera tiempo a contestar sonó de nuevo el timbre y se miraron entre ellas.
—Ahí está Amelia que vuelve a por ti —dijo Marina refiriéndose a su amiga y mirando a Berni que se había tumbado en el suelo. —Porque al perro dudo que lo mueva de aquí, míralo, como en su casa.
—No. Ella no es —aseguró Luisita.
Sabía que no volvería después de lo que acaba de pasar.
—Pues no esperamos a nadie —añadió Susana.
—Veras como es el hijo de puta del vecino que viene ya a tocarnos el coño por los ladridos del perro. ¡Me va a oír! —protestaba Marina mientras se iba a la puerta.
—Para, para, para. —Luisita le impidió el paso—. Ya voy yo, que como vayas tú, mañana salimos en «el caso».
—¿Qué es «el caso»? —preguntó con curiosidad.
—Yo que sé, lo dice siempre mi abuelo —explicó la rubia.
—Era un semanario de sucesos que se vendió en España desde 1952 y 1997, ignorantes —puntualizó Susana.
—Joder con la Wikipedia —se mofó la castaña.
—Y parecía tonta cuando la cambiamos por un botijo —Luisita y Marina compartieron una carcajada.
El timbre volvió a sonar.
—Vete a abrir, porque como salga yo le voy a inflar a hostias.
—Tú siéntate ahí tranquilita, Rocky Balboa.
Luisita dejó a sus amigas en el salón y cogió aire antes de abrir para enfrentarse al vecino impertinente, pero al hacerlo se llevó una grata sorpresa.
—Luisi, perdona que vuelva. —Se disculpó nerviosa. —Pero es que se me ha olvidado Berni.
Luisita cogió su mano, cerró la puerta haciendo que la espalda de Amelia se apoyara en ella y pego su cuerpo al de la morena, rodeándole la cintura con los brazos.
—No. —Esbozó una sonrisa pícara. —Lo que se te ha olvidado ha sido esto —murmuró sobre su boca.
La anticipación que le provocaron las palabras de la rubia, mientras su aliento chocaba con sus labios, hizo que se los mordiera, en un intento absurdo de contener las ganas que tenía de comerle la boca. Luisita mantuvo esa distancia ínfima durante unos segundos que desesperaron a la monja, que, agarrando su nuca, la besó por segunda vez. Ese gesto ansioso hizo que todo se desbocara entre ellas y el beso se convirtió en lenguas entrelazadas, saliva, mordiscos, respiraciones agitadas y corazones acelerados. El sonido de sus labios conociéndose retumbaba en los oídos de ambas dudando de que aquello fuera real. La temperatura de la situación llevó a Luisita a atreverse a introducir una pierna entre las suyas. Con otra chica no hubiera titubeado, pero con Amelia no quería cagarla por excederse más de lo que la monja le podía permitir, pero a ella no le desagradó en absoluto: