Capítulo 5. Liviana

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Dediqué la última semana a poner la radio a punto. La sor misionera lo había dejado todo manga por hombro, y para disgusto de la hermana Esperanza, no pudimos empezar a emitir de un día para otro. Incluso tuve que rogarle a la Madre Superiora para que comprara un par de cosas que, del tiempo que había pasado sin que se usaran, eran inservibles.

Poco a poco me iba haciendo a la rutina de aquel convento. Desde que me dijeron que podía quedarme a comer allí, no me perdía una. Logré hacerme amiga de la hermana cocinera y cada día me daba un tupper bajo manga para que me llevara a casa. Cuando sabía que llegaba la hora de irme, venía con sigilo hasta la radio y me daba una bolsa.

—Hoy te he puesto carne guisada con patatas y menestra.

—Muchísimas gracias. —Le di un beso en la mejilla.

—Pero, Luisa...

—Qué sí. Que yo saco a Berni a hacer sus cositas.

La comida no me estaba saliendo gratis, a cambio, antes de irme, tenía que sacar al San Bernardo a dar un paseo. La Madre Superiora le había asignado esa tarea y a ella no le gustaban nada los perros, así que lo hacía yo. Me parecía un trato justo.

Marina y Susana estaban encantadas, desde que yo llevaba la cena, nuestra alimentación había mejorado mucho, y qué decir de nuestra cuenta bancaria. Ni un solo euro nos gastábamos entre semana en comida. Bueno, y en alcohol tampoco; llegué a un acuerdo con la hermana Esperanza y me daba todos los días dinero para que, a escondidas, le comprara sus bebidas espirituosas. Las otras monjas de la congregación habían notado la velocidad a la que bajaba el anís de los postres y no se la quería jugar. Yo conocía todas las marcas baratas de alcohol, y mi querida monja no notaba la diferencia entre una ginebra de cinco euros o una de doce. Así, con lo que me ahorraba, compraba cervezas.

Todas las mañanas llegaba con una botella de plástico rellena de vodka, ginebra, anís... Dependiendo de lo que mi colega el chino me conseguía a buen precio, y cuando entraba en el convento, hacíamos el intercambio. La hermana Esperanza me dejaba una de agua y ella se llevaba la botella especial. De vez en cuando también le traía tabaco, pero eso me lo pedía menos, porque cogía de mi paquete. Hasta que un día le dije muy seria: «tronca, a pachas», y empecé a cobrarle cada cigarrillo a 30 céntimos. Ella decía que eran los únicos vicios que tenía, pero vaya; lo único que le faltaba era apostar en el casino.

Y con Amelia... Ay con Amelia. Al final tuve que darle las gracias al bicho de Lina, porque desde la discusión que presenció entre nosotras, nuestra relación se había estrechado. Los días que la acompañaba al colegio, Amelia siempre se acercaba a la puerta a darme los buenos días con la excusa de llevar a mi hermana a la fila. Y por las tardes, siempre aparecía en la radio de forma inesperada; me traía la merienda, se interesaba y me preguntaba por lo que estaba haciendo y yo se lo explicaba, incluso me pedía que le arreglara el móvil cuando tenía algún problema tecnológico que no sabía resolver. Había estado tentada a pedirle su número, pero no me había atrevido, ¡con lo que yo era! Que tenía más cara que espalda... No sabía que me estaba pasando.

Era jueves, y yo quería hacer una prueba para poner a punto los aparatos; al comienzo de la semana siguiente empezábamos a emitir. Todas las monjas estaban contentísimas con la noticia.

—Bueno, ¿habéis llamado a las hermanas que faltan? —pregunté a las monjas que ya estaban allí. —Quiero que todas hagáis la prueba de sonido.

—Yo me he traído la biblia para leer un pasaje —comentó Sor Benigna.

—Si con que digáis un hola o dos palabras seguidas, basta —aclaré en alto para que todas me escucharan.

ConventoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora