Capítulo 18. El infierno en sus ojos

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Salí corriendo detrás de Amelia después de que viera a Milagritos dejando que Susana se pasara sus votos y su compromiso con Dios por el arco de triunfo. No creo que, ni por un momento, se hubiera imaginado a «la desaparecida» con la cabeza de mi amiga entre las piernas haciéndole cantar La Traviata.

Llegué al convento con flato y a punto de echar un pulmón por la boca. Segunda vez que Amelia me hacía correr como si me persiguiera una horda de zombies y ninguna de las dos veces había corrido como yo quería.

Puta vida.

—Maldito tabaco —protesté como pude. —Mañana lo dejo.

Llamé al timbre respirando como un búfalo, esperando que alguien me abriera y pronto identifiqué el sonido de pies arrastrados de mi querida hermana Esperanza; sonaba igual que un esquiador de fondo.

—Espe, ¿está Amelia? —pregunté con la puerta aún cerrada.

—Contraseña, niña. Que no se pierdan los buenos modales —me dijo riendo la cabrona, lo que le gustaba tocarme el coño.

–¡Joder, Esperanza! Ábreme.

Ave María Purísima –escuché que decía el jodido loro.

—Contraseña o nada —sentenció vacilándome. —No tiene misterio que ya te la ha chivado Benito.

—Mira, Espe, yo ese tema no lo quiero tocar, pero lo de que a la virgen la fecundó una paloma no se lo cree nadie, por lo que sea. Y en aquellos tiempos, in vitro tampoco.

—Calla, hereje —me interrumpió muerta de la risa. —Y ya sabes, si quieres entrar...

—Que sí, la contraseña.

—Y dos pitis con mechero incluido, que ayer no sé que hice con él.

Los estragos de la fiesta nos estaban afectando a todas.

Fumar puede matar —volvió a meterse el loro en la conversación. —Fumar puede matar, fumar puede matar.

El puto bicho parecía el portavoz de una campaña del ministerio de sanidad repitiéndolo en bucle.

—¡Calla, Benito! —le pidió Esperanza y escuché el aleteo del loro largándose de allí —Sor Benigna le ha enseñado eso para que me lo diga cuando estoy fumando y a apagar el cigarro con el pico. ¡Aquí no hay quién viva! —protestaba Esperanza como si estuviera sóla. —Y tú, la contraseña o la puerta no se abre.

—Ave María Purísima —cedí desesperada.

—Sin pecado concebida —contestó solemne mientras se santiguaba con su sonrisa maligna de haberse salido con la suya.

—Dame lo que es mío. —Extendió la mano y le di el tabaco que me quedaba. —¿Para qué buscas a Amelia?

—Para... Para cosas nuestras. ¿La has visto?

—Llegó hace un rato y creo que se fue a la capilla. Estará allí rezando —soltó mientras se encendía un cigarro. —Por cierto, Luisita, me he enterado que dentro de un mes vuelve a estar el convento sin jefas, ¿preparamos otra como la de ayer?

—Lo hablamos luego, que tengo que encontrar a Amelia —contesté apurada. Lo que me faltaba era ponerme a preparar otro sarao.

—Pero doblamos el número de botellas, que a las hermanas les gustó mucho esas mezclas que hacéis.

—Que sí, que sí, pero suéltame, que tengo prisa.

—La resaca te sienta fatal, Luisi, ¿quieres un traguito? —dijo mientras sacaba su petaca y me la ofrecía

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