Capítulo 11. ¡Qué Dios nos pille confesadas!

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Creo que nunca en mi vida me había despertado antes de que sonara el despertador, pero hoy no había hecho falta esa melodía del demonio. Era lunes, y eso significaba la vuelta al curro. Intenté convencer a mi madre para que me dejara llevar a Cata al colegio, pero fue en vano, iba a acompañarla ella. Así que solo me quedaba irme al convento y esperarla allí. Estaba deseando verla y comprobar si con mi presencia me ganaba su perdón.

Llegué y me fui directamente a la radio a preparar el programa de hoy. Estaba tan concentrada que no me di cuenta de que alguien había entrado al estudio.

―Hola, Luisita.

―¡Qué susto, maricón! ―Me puse la mano en el pecho y noté que mi corazón iba a mil por hora.

―¿Te he asustado? ―preguntó preocupada Milagros.

―Un poco, para qué mentir. Es que no me esperaba a nadie hasta dentro de un rato, porque hoy empezamos más tarde ―dije mientras organizaba los papeles.

―Ya, pero quería venir a verte. ¿Qué tal el fin de semana?

―Pues normalito —contesté sin entrar en detalles. —No he salido de casa, así que vengo con las pilas cargadas, ¿y tú?

―Yo bien, aunque... ―Agachó la cabeza y se frotó las manos.

―¿Qué pasa? ―pregunté preocupada.

―Es que no sé si puedo contártelo.

―Sabes que puedes confiar en mí, ¿no? ―le recordé.

―Sí, pero prométeme que no vas a decir nada, por favor.

―Soy una tumba, palabrita del niño Jesús. ―Crucé los dedos y los besé a modo de promesa.

―Pues es que estos días Amelia ha estado muy rara —confesó. —No sé, ella nunca ha tenido una mala palabra, ni un mal gesto con nadie, pero desde el viernes está muy irascible.

―Irascible, ¿cómo? Especifica más, Milagros ―dije un poco impaciente por enterarme de todo lo relacionado con ella.

―Ayer, sin ir más lejos. Normalmente después de la misa de los domingos, nos quedamos charlando y paseando hasta la hora de comer. Así que cuando terminó le propuse que me acompañara a dar una vuelta, y me dijo que la dejase en paz.

—¿Pero en qué plan? —Necesitaba más detalles.

¿Amelia borde? Eso no podía ser. Pero si era la definición de dulzura. No había espacio en ese cuerpo para el mal carácter, o eso me parecía a mí... Aunque el portazo después de la cobra...

—Pues no en paz de... «la paz os dejo, la paz os doy» de misa, si no en que la dejase tranquila. Porque claro, yo le pregunté, pero paz... ¿en qué sentido?, y me soltó: «en el sentido de dejarme sola, Milagros», y me dejó allí plantada, Luisa. Se fue.

Yo estaba flipando. Amelia hablándole mal a Milagros... Eso era algo digno de investigación de Cuarto Milenio.

―¿Y no le dijiste nada más? ―pregunté.

Quería saberlo absolutamente todo para poder atar cabos.

―Luego se disculpó. Me pidió que la perdonara y me dijo que llevaba varios días sin descansar bien.

―Qué raro ―murmuré.

―Sí, demasiado raro. Por eso yo quería hablar contigo, para ver si tú podrías averiguar qué le pasa. Porque yo sé que os lleváis bien y quizás al ser alguien de fuera, contigo quiera abrirse. A mí no ha querido contarme nada más.

Ojalá se abriese conmigo. Por eso sí que rezaría yo y no por el perdón de los pecados.

―Bueno, a ver, si consigo verla, lo intento, ¿vale?

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