La respuesta de Amelia a mi: «¿quieres seguir?», fue, empotrarme contra la puerta, y besarme como si lo fueran a prohibir.Sus labios calientes y húmedos jugaban con los míos a placer y su lengua se movía de una forma tan sensual que me iba a hacer correrme sin ni siquiera quitarme la ropa. Hundió las manos en mi pelo para hacerse un hueco y atacar mi cuello y yo la agarré del culo para acercarla a mi cuerpo todo lo físicamente posible.
Sentía su corazón contra mi pecho y el mío contra el suyo; ninguna mujer me había hecho sentir como Amelia en ese momento, porque no quería besarle solo la boca, quería besarle también el corazón. Basta, lady algodón, azúcar, sal de mi cuerpo. En qué coño estaba pensando si a mí lo único que me había interesado de las chicas era que se corrieran gritando mi nombre y luego; si te he visto, no me acuerdo. La mano atrevida de Amelia, desabrochando el botón de mis pantalones, me arrancó un gemido más alto de lo que las paredes de su habitación podían contener y ella me tapó la boca con la otra mano.
Allí estaba, con la respiración acelerada, el corazón botándome en el pecho y un pantano entre las piernas, muriéndome de ganas por correrme en las manos de Amelia. Joder. Dejó caer mi pantalón y yo lo lancé lejos de una patada. Le quité la bata e hice volar su sujetador y el mío y la abracé para sentir su piel contra la mía. Si el fuego eterno era el precio por acostarme con Amelia, nada en la vida me iba a salir más barato.
—Luisita —murmuró con un tono sensual que agravó el calentamiento global del planeta.
—Amelia. —Me separé lo justo para mirarla a los ojos y no encontré ni rastro de la monja recatada que se escondía detrás de un hábito. Tenía la mirada de un animal hambriento que observaba a su presa antes de hincarle el diente y no dejar ni las raspas.
Se lanzó a besarme las tetas y no sé cómo conseguí mantenerme de pie contra aquella puerta. Hundí los dedos entre sus rizos mientras ella me mordía los pezones y noté como jugaba con el borde de mis bragas. Virgen santísima.
—Amelia —murmuré para llamar su atención. —¿Estás bien? —Tuve la necesidad de comprobar que deseaba aquello tanto como yo.
—Estoy en la gloria —susurró un tanto avergonzada.
Un minuto atrás me estaba devorando los pechos y ahora se avergonzaba por contestar una simple pregunta. Dios, me va a matar de amor.
—Pues ahora vas a estar mejor —contesté con chulería.
Me la llevé a la cama y le quité las bragas para perderme entre sus piernas. Néctar de los dioses, si me preguntan. Estaba empapada y yo me empeñé en beberme todo lo que era mío. Amelia se retorcía jadeando mi nombre y me agarraba del pelo para que no me separara de su botón del placer. Me centré en lamer esa zona y acaricié su entrada con cuidado. Tenía a mi monja en las manos y deseaba hacerla volar.
—Me corro —jadeó Amelia.
Escuchar esas dos palabras de su boca fue como oír música celestial, así que aceleré mis movimientos para llevarla a lo más alto y el sonido de unos golpes contra la madera nos explotó la burbuja.
—¡Amelia! No soy Socorro, pero si necesitas algo, aquí estoy. —Escuchamos a Sor Benigna.
—No... No, no —dijo cómo pudo—. Tranquila, que estoy bien, es solo que... Me he pillado el dedo con la puerta del armario, no se preocupe.
La miré desde mi privilegiada posición, entre sus piernas, aguantando la carcajada. Menudo puto cuadro.
—¿Qué pasa aquí? —dijo la Madre Superiora.