Capítulo 8. Los conventos están llenos de lesbianas

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Luisita la miraba con cara de cachorrito esperando una respuesta.

—Yo me pongo los tapones que, si no, no puedo dormir, y como no duerma, mañana estoy un poco tarumba —intervino Milagros y Amelia asintió observando como su compañera se tapaba los oídos y se daba la vuelta bajo sus mantas.

—No, Luisita. Tú descansa que yo intento dormir en la silla —susurró mientras le acariciaba la cara.

—Amelia, porfi, que si no tengo miedo —balbuceaba la rubia con los ojos cerrados.

—¿Miedo de qué?

—De la camarera, que se ha enfadado porque la he dejao a medias —se lamentó Luisita. —Que yo solo quería estar contigo. Ven aquí. —Le pidió abriendo los brazos y a ella se le subieron los colores.

—Luisa, ¡qué no! —exclamó tajante.

—Pues lloro.

—Venga, Luisa, a dormir. —Se alejó para irse a la silla del escritorio.

—Jo, por favor —lloriqueó provocando ternura en Amelia, que regresó y tomó asiento al borde de la cama.

—Venga, Amelia, porfi. Yo me pego aquí a la pared y me duermo. Mira. —Le hizo hueco a su acompañante y dio dos palmaditas en la cama—. Te he calentado tu parte. —Sonrió.

—No puedo contigo —dijo resignada.

—Yo sí, ¿quieres que te coja? Porque estoy súper fuerte. Toca. —Le señaló el brazo.

—Déjalo, que con tus tonterías al final nos pillan. Cómo hagas algo raro, me voy a la silla —advirtió.

—¿Raro? Mira que he dormido con muchas chicas y nunca me han dicho que haga nada raro, más bien cosas buenas, muy buenas —comentó mirándola.

—No me apetece escuchar tus batallitas. Además, es tardísimo, Luisi, mañana tenemos que trabajar —pronunció metiéndose en la cama. —Así que a dormir.

—¿No me vas a dar un besito de buenas noches?

—Luisi...

—Aquí. —Se señaló la frente—. Uno pequeño, porfi. —Accedió y le dejó un beso en la frente antes de acomodarse a su lado.

—¿Qué haces? —cuestionó Amelia mientras Luisita la rodeaba con los brazos.

—Es para que no te caigas —susurró con cara de buena. —Que esta cama es muy pequeña y no quiero que te caigas en mitad de la noche.

La morena negaba con la cabeza mientras se mordía la sonrisa. El abrazo de Luisita le hacía sentir una calidez que no había experimentado nunca. La rubia cerró los ojos y se acurrucó en su cuello. Le respiraba muy cerca, y con cada bocanada de aire que expulsaba a Amelia se le erizaba la piel. «La noche va a ser muy larga», pensó la monja, y notó el cambio de respiración de la locutora. Se había dormido sobre su hombro.

Se despertó con un dolor de cabeza increíble, fijándose en la habitación donde se encontraba. No le sonaba nada de lo que veía, pero eso tampoco era nuevo para ella. Eran muchas las noches que dormía en camas ajenas, así que se dio la vuelta para buscar a la afortunada y se encontró con un crucifijo en la pared. Se extrañó hasta que se fijó en la cama individual en la que dormía y en la mesita de noche que la separaba de otra cama igual, aunque pulcramente estirada.

Antes de que a su cerebro le diera tiempo de unir todas las piezas, una sonriente Milagros apareció por la puerta.

—Buenos días. —Saludó la monja, dejando un vaso de agua con una pastilla en la mesita de noche—. La hermana Amelia dijo que lo necesitarías.

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