Capítulo 10. Hijas de Satán

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En mi vida había corrido tanto. Ni cuando en el instituto nos obligaban a hacer el maldito test de cooper. ¿Qué pensaban qué éramos? ¿Atletas? —¡Joder! Tengo que dejar de fumar... —murmure para mí. —¡Oye! —grité para que me escuchase. —¡Para por favor! ¡Qué no puedo más! Estoy a tres pasos del infarto de miocardio.

Amelia se giró, me vio y aflojó su caminar.

—¿Qué quieres, Luisita?

—Hablar contigo —dije intentando no desmayarme.

—Ya hemos hablado y tomado café. Ahora me voy al convento, dónde debería haber estado toda la tarde corrigiendo trabajos.

—¿Te arrepientes de haber salido?

—Sí —afirmó y comenzó a caminar.

—¡Amelia! —exclamé.

«Joder con la tía, cómo le da a las piernas. Seguro que esta es de las que le gusta el deporte.»

—Luisa, tengo prisa, no quiero llegar tarde —reiteró.

—Espera, que te acompaño.

—No hace falta. Conozco el camino.

—Yo también, incluso bebida sabría ir —solté sonriendo, pero la mirada dura de Amelia hizo que recapacitara. —Vale, lo siento. Ya paro, pero ¿me vas a dejar explicar lo que ha pasado?

—No tienes nada que explicarme, está muy claro. Lo ha dicho esa chica. Sara, ¿no?

—Está dolida —dije para que Amelia tratara de comprenderlo —Porque cuando me di cuenta de que estaba sintiendo cosas por mí, y para ella ya no era quedar para un polvo; me alejé.

—¿Así funcionas, Luisa? Empiezas a tontear con las chicas, las invitas a cafés, les sueltas una zalamería detrás de otra con el único fin de llevártelas a la cama, para después no querer saber nada de ellas.

—Eso no es así, Amelia.

—Por lo que ha dado a entender esa chica, sí.

—¡Sara está loca! ¿Le vas a hacer caso a ella antes que a mí?

—Ya hemos llegado —anunció la morena mirando al convento. —Y tengo que entrar.

—Bueno, puedo entrar contigo, porque también trabajo aquí.

—Lo mío no es un trabajo y ya estoy harta de que te lo tomes como si fuera una afición o una cosa pasajera, porque no lo es, Luisa. Es mi forma de vida. Yo decidí esto. Ser monja es mi decisión y mi vida. Así que tienes que aceptarlo de una vez.

—No quiero aceptarlo, porque el hecho de irte después de escuchar a Sara me da qué pensar.

—No tienes que pensar nada. Me fui porque creí que molestaba y estaba fuera de lugar que estuviera ahí escuchando la conversación de una pareja.

—¡Qué no es mi pareja, joder!

—Lo que sea.

—Lo ves, te pones celosa, yo lo noto, Amelia —dije acercándome más a ella. —Además, he visto cómo me miras...

—Te miro normal.

—No, me miras con deseo, el mismo que tengo yo —susurré.

De perdidos al río. Dicen que hay que tirarse a la piscina cuando la ves medio llena, porque si no puede ser que haya una pequeña fuga y de tanto pensar, se vacíe. Y en mi vida se me había vaciado nada. Recorté la distancia que nos unía hasta estar muy cerca de sus labios, tanto que podía sentir como su aliento se mezclaba con el mío, pero Amelia se movió con un gesto brusco.

ConventoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora