4. Mi mejor amigo

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CAPÍTULO CUATRO

El dolor me despertó en medio de la noche. Debí de intentar darme la vuelta y mis músculos protestaron con fuerza. Todavía medio dormido, golpeé suavemente al otro lado de la cama, tratando de despertar a Maxi. No fue hasta que mi mano no encontró nada más que sábanas frías que recordé que Maxi ya no estaba aquí. Me dolía el corazón, junto con el resto de mi cuerpo, así que supongo que era algo apropiado.

Me levanté de la cama con mucho cuidado y solté un largo "owwwww" al ponerme en pie. Me dirigí al baño como un anciano de noventa años, tomé un poco de Advil y deliberadamente no me miré en el espejo. No podía soportar lo patético que me sentía. No necesitaba verlo de frente.

Me dolía todo el cuerpo. Las piernas, los brazos, el pecho, la espalda, todo. Volví a la cama arrastrando los pies, todavía sorprendido de verla vacía, no he dormido del lado de Maxi, y sentí la punzada intensificada de nostalgia y soledad en mi corazón e hizo que todos mis otros dolores y molestias parecieran insignificantes.

Yo estaba despierto antes de que mi alarma sonara, mirando al techo e intentando no moverme. Ni siquiera tenía que moverme para saber qué me dolía. Todo me dolía aunque no lo intentara. Hoy iba a ser un infierno. No tenía forma de saber si el baño de anoche me había ayudado en algo, y no podía dejar de preguntarme cómo me habría sentido si Jimin no me hubiera dicho que lo hiciera. Pero sabiendo que un suave movimiento y estiramiento de los músculos, junto con una ducha caliente, ayudaría, me obligué a levantarme.

―Jesús Herbert Cristo.

Me gemía fuertemente a cada paso que daba para ir al baño. Y si ayer pensé por un minuto que me dolía, hoy era un nivel de dolor totalmente nuevo. Alcanzar los grifos de la ducha me dolía, el agua caliente me dolía, tratar de lavarme el cuerpo me dolía, secarme me dolía, vestirme me dolía. Ponerme los zapatos y atarme los cordones fue una hazaña digna de las Olimpiadas Masoquistas.

Todo dolía. Cada maldita cosa.

Me tomé un poco de Panadol con mi café y de alguna manera me las arreglé para conducir hasta el trabajo. Caminé como si llevara ropa interior de alambre de púas. La gente me miraba con curiosidad, pero en el trabajo siempre fui callado, más bien reservado, así que nadie en el vestíbulo me dirigió la palabra. Llevaba seis años trabajando allí a cargo como actuario jefe, y de alguna manera me las arreglaba para activar mi filtro cerebro/boca, o rara vez hablaba. Era más seguro así. Creo que la mayoría de la gente pensaba que yo era inaccesible o incluso malhumorado, pero eso permitía una distancia profesional que, en realidad, era lo mejor.

La única persona que estaba acostumbrada a mi diarrea verbal era mi asistente personal, Hyuna Chen. Ella era una joven genio de las matemáticas, la hija mayor de padres chinos, con una mente brillante para los detalles. Tenía el pelo negro y liso hasta los hombros, gafas al estilo John Lennon, una inclinación por la música pop coreana, y los cómics japoneses. Ella era consciente que yo era gay, ni siquiera pestañeaba y sabía que estaba soltero desde hacía muy poco tiempo. El jueves y el viernes pasados, después de mí desastrosa iniciación en la soltería, fui un zombi conmocionado. Al parecer, hoy tenía un aspecto mucho peor

Ella me echó un vistazo, los papeles en la mano los dejó en el olvido.

―¿Qué demonios te ha pasado?

―Es una larga historia.― Me arrastré por delante de ella hasta mi oficina y me senté lenta y dolorosamente en la silla de mi escritorio.―¿Cierras la puerta?

Ella hizo lo que le pedía y se sentó frente a mí. Su preocupación era evidente en su rostro.

―¿Estás bien?

El contrapeso perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora