Siete

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Perder El Bus.

«Y tiene razón,
A veces hay que
Hacerlo»

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Recuerdo no perfectamente el día en el que la conocí. Una chica con el cielo en los ojos, camisas con colores del día de la semana y con el nombre de su alma.

Ella era muy singular. No volví a conocer a alguien que me causará tanta duda y misterio como ella.

Ella también era enigmática. Nunca logré descifrar lo que pasaba por su mente y en cambio, ella, me leyó con facilidad.

O quizás era yo el sin tanto misterio.

Hay muchísimas palabras que podrían definirla pero no sé sí le harían justicia a una chica que resolvía preguntas pero nunca daba respuestas.

Ven, acércate, revivamos está historia como solo las historias saben vivirnos.

Fue una tarde sin tanto movimiento. Ni gente pasando apurada ni carros saboreando velocidad. Era una tarde normal.

Hasta que la ví. Y dejó de ser simplemente una tarde para ser La Tarde. El día perfecto para conocernos.

Quiero que sepas que yo siempre tomo el autobús de las 3 p.m. todos los días de la semana menos el domingo. Siempre lo hacía y en ese entonces yo tomaba un curso de verano en inglés.

También quiero que sepas que a dónde quiera que fuera mis audífonos me acompañaban a cualquier lado.

Nunca fui una persona observadora. Solo giré mi vista hacía un lado y ahí estaba ella, alejada, bajo la sombra de un árbol y en sus manos, una guitarra.

Veía el amago de ser tocada, que de ahí salían melodías, pero no las oía.

Recuerda, llevó mis audífonos a dónde sea que yo vaya. Y ese día tenía mí canción más estruendosa sonando. No sé cuál pero se que fue lo suficientemente ruidosa como para no escuchar.

Ese día tampoco superó la curiosidad sin cuestionamientos de verla ahí. Nunca la había visto allí.

Y dejé de verla cuando el bus llegó. Me subí como cualquier persona y pensé que ella también lo haría pero no se movió. Solo se quedó ahí y ni levantó la vista.

Me fui pensando que ella no tomaría la misma ruta que yo.

Y así paso una semana mirándola sin oír a sus dedos rasgar la guitarra. Nunca me acerque hablarle. No sobrepasaba a mi curiosidad de solo verla ahí.

Hasta que una semana después me atreví hacerlo.

Apagué la música pero solo me quite uno.

—Hola —salude.

—Hola —y ella, sin dejar de tocar, saludo.

Su música, querido lector, era todo lo contrario a lo que yo escuchaba en ese entonces. Suave, armoniosa, tranquila, una tonada que acaricia tus oídos y te hace pensar en la perfección sin saberlo.

Quise preguntar algo más pero ella, una castaña de ojos azules, me interrumpió.

—Tu bus te deja —y sin dejar de tocar, me señaló hacía mi parada.

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