Capítulo 5

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Estamos todas las reclusas reunidas mientras lavamos los platos de la cena

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Estamos todas las reclusas reunidas mientras lavamos los platos de la cena. Escucho sus conversaciones sin prestar atención de verdad a sus palabras. Estoy furiosa. Furiosa con la maldita bestia y conmigo.

Con él por no haberme dado mi puto orgasmo.

Conmigo por querer que me lo dé.

¿Qué mierda me sucede? Si «él» se entera de que estoy queriendo coger con otro, no solo mata a la bestia, me matará también a mí. Soy suya. Siempre se lo he asegurado y él siempre me lo recuerda, así que no puedo dejarme llevar por los ojos de la bestia, esos que me hacen recordar el sol que no he visto en días. Esos que me encanta ver oscurecer de deseo. Gruño por mis pensamientos.

«Él tiene los ojos azules más bonitos del mundo, así que deja de pensar en la maldita bestia, joder» Me reprendo mentalmente, volviendo a gruñir.

—¿Estás bien? —pregunta Sophie, acercándose a mí.

—Lo estoy —respondo, aunque suena más como un siseo furioso.

—¿Segura? —insiste y yo quiero poner los putos ojos en blanco. Odio repetir la misma mierda dos veces.

—Lo estoy —repito, conteniendo las ganas de gritar.

—Jessica, has doblado el cubierto —dice ahora y veo el cubierto entre mis manos, doblado como si no fuese de metal y no me hubiese costado nada—. Y te has lastimado. Estás sangrando —añade y también lo noto.

Estoy goteando sangre de la mano derecha, de donde tengo doblada los dientes del cubierto. Me los he clavado en la piel. Suelto el cubierto y abro la palma para verificar los cuatro pequeños agujeritos de los que brota sangre.

—¿Qué ocurre? —pregunta Laura, otra reclusa muy mona, llegando hasta nosotras.

—Jessica anda con la cabeza en las nubes y se ha cortado —le cuenta Sophie. Giro los ojos.

—Estaré bien. Solo necesito dormir —declaro y meto la mano debajo del chorro de agua.

No arrugo el rostro, aunque me está haciendo más daño. Vuelvo a sacar la mano y tomo papel de cocina para envolver la mano en él.

—¿Me necesitan para algo más? —cuestiono, alzando la voz para que todas me escuchen.

Dejan de hablar y centran su mirada en mí.

—¿Te castigó muy mal? —susurra Sophie, mirándome con los ojos cristalizados.

Pobre. Ella ha sufrido más que yo todos los castigos que me puso Amelia. Le sonrío.

—No me castigó tan mal —le aseguro. Aunque el no haberme dado mi puto orgasmo fue un castigo peor. Ella asiente—. Hablamos luego sobre eso —propongo y todas asienten.

Salgo de la cocina y camino directo hasta mi celda. Me tiro en mi cama y cubro mi rostro con mi mano para tratar de evitar la luz. Unos minutos después, escucho el alboroto de todas las chicas yéndose a dormir y exactamente cuando el reloj digital de nuestra celda anuncia que son las nueve de la noche, entran los guardias para cerrarnos con candados.

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