La caída del rey.

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"Nunca somos tan vulnerables al sufrimiento como cuando amamos."
- Simon Freud.

Érase una vez, como si de un cuento para niños se tratase, un reino llamado Hyrule, el cual tenía un rey. Un rey maduro, sabio y querido por todos, con un poder que llegaba hasta cualquier rincón del reino. Era exigente y tenía métodos duros, pero efectivos. Algo que todo el mundo resaltaba de él, era su amor por su pueblo. Sus decisiones siempre fueron tomadas pensando en los ciudadanos de sus enormes tierras llenas de especies diferentes con culturas únicas, el monarca tenía un sentido patriota mayor al de cualquier otro gobernante.

Pero había algo que amaba más que a su pueblo, a su esposa. Los relatos cuentan que ella era la mujer más hermosa del reino, que su presencia era sinónimo de respeto, y que era un amor de persona. La reina llevaba en su interior la sangre santa de la Diosa Hylia, por lo que el poder sagrado corría por sus venas, dicen por ahí que estar junto a la reina, era lo más cercano a estar en presencia de la Diosa. Juntos, brindaron paz y tranquilidad a las tierras hylianas, por lo que se ganaron el cariño del pueblo.

Pasaron los años, y la familia real anunció que un nuevo miembro llegaría a la familia. El pueblo estalló en fiestas y festejos, mucho más cuando se enteraron que el pequeño ser que crecía en el vientre de la reina sería la futura princesa de Hyrule. Nueve meses pasaron volando, y en un abrir y cerrar de ojos, la heredera al trono llegó al mundo con el nombre de Zelda Bosphoramus Hyrule. El amor del rey ahora se dividía en dos, su bella esposa, y su pequeña Zelda.

Zelda creció en el mejor ambiente que un niño hyliano pudo tener. Pasaba tardes jugando junto a su madre y "la tía Urbosa", la matriarca de la tribu Gerudo e íntima amiga de la reina. Urbosa solía comentar que Zelda sería una increíble reina igual que su amiga, pero la madre de la pequeña solo quería una cosa: que su hija, su pequeña ave, fuese feliz.

El poder de la Diosa también corría por la pequeña, por lo que su madre le enseñaría a usarlo y dominarlo cuando su hija creciera, así como su abuela le enseñó a ella. La reina siempre vio un potencial enorme en Zelda, ya que demostraba curiosidad por todo, no había dudas de que era una niña prodigio, y que los reyes de Hyrule le tenían un amor incondicional a su pequeña hija. Todo parecía ir de maravilla... Hasta que el día llegó.

Aquella noche en la que la enfermedad de la reina llegó a su límite, aquella noche en la que el rey despertó a todos y cada uno de los guardias con un grito de dolor, aquella noche en la que murió el corazón de Hyrule, su reina.

La ceremonia fúnebre real se llevó a cabo, todo el pueblo se encontraba reunido en aquella fría y lluviosa mañana en el gran atrio previo a llegar a la ciudadela del castillo de Hyrule. El ambiente era pesado, lágrimas caían por todas partes, y el rostro del rey no era la excepción. Con su corazón hecho trizas, el viudo rey abrazaba a su pequeña de tan solo 6 años, quien curiosamente no lloró en ningún momento de la ceremonia. En palabras del monarca, su fortaleza daba esperanzas.

Todo esto llevó a que el rey cayera en una enorme depresión, de la cual se cree, nunca pudo salir. Fueron incontables las noches que pasó despierto pensando en que su amada seguía con vida, litros de lágrimas sin consuelo alguno fueron los que sus ojos derramaron, el monarca había tocado fondo. Lo que más le consternó, fue la educación de la pequeña princesa Zelda. Su madre ya no estaba con vida, no había persona que le ayudará a guiar a la futura reina a dominar el poder de la Diosa e, incluso si la matriarca Gerudo hizo hasta lo imposible para que la princesa tuviese la mejor figura maternal posible, no era suficiente.

El rey amaba de forma infinita a su hija, pero era inevitable recordar al amor de su vida cada vez que la veía. Su caminar, su voz, sus dorado cabello y sus hermosos ojos color verde sacaban de quicio al deprimido monarca incluso sin quererlo. Esto provocó que dejara de demostrarle afecto a su hija, y se convirtió en un padre estricto el cual solo tenía como interés que su hija despertara el poder que algún día su madre debió de haberle enseñado.

Desde ese entonces, la pequeña Zelda vivió en una interminable rutina en la cual diariamente debía de recorrer enormes distancias para llegar a las fuentes sagradas, para someterse a interminables sesiones de oración a la Diosa Hylia, con la esperanza de que algún día ese poder milenario despertara dentro de ella. Las tardes de juego con la tía Urbosa se convirtieron en un ciclo infinito de incesantes plegarias que cada segundo se alejaban más de la realidad.

Pero el comportamiento de su padre se volvía errático. Encargó el cuidado de su hija a Impa, una joven Sheikah con un don para las artes marciales único en su tribu, mientras el se hundía cada vez más y más en su prisión mental, su corazón estaba totalmente roto, y la fractura fue tan grave que su cerebro también perdió la estabilidad. Ese "¿qué hubiera pasado si..?" sería su condena, una tortura que lo perseguiría hasta que sus días terminaran.

Y así, el monarca hyliano pasó de estar en lo más alto, de tenerlo todo, a estar hundido en una incurable depresión, convirtiéndose en un prisionero de su propio ser. Rhoam Bosphoramus Hyrule, había caído.

The Legend of Zelda: Age of CalamityDonde viven las historias. Descúbrelo ahora