Enfrentando las consecuencias

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Recién habíamos tomado la carretera cuando saqué mi celular de la bolsa, lo encendí encontrando más de veinte mensajes en el buzón de voz, todos de Mauricio por supuesto. Traté de buscar una digna explicación para justificar mi ausencia, en mi cabeza rondaban imágenes de las horas que había pasado junto a Sebastián, me retorcía de dolor sobre el asiento deseando gritar, no quería sentir nada más que odio hacia él, sin embargo de una forma irracional me era preciso tenerlo cerca para sentir consuelo, quería escuchar de sus labios que todo había sido un inmenso error, que se arrepentía de haber tomado esa actitud hacia mí y que juntos encontraríamos una solución.

El camino hasta la ciudad me pareció muy corto. Alberto me ayudó a llevar mi maleta hasta la puerta de la pensión, donde Amelia me recibió haciendo tal escándalo que me provocó un dolor de cabeza.

—¿Dónde te has metido, Jocelyn? Todo mundo te ha buscado con insistencia.

—Lo sé, Amelia —dije con fastidio— estoy aquí.

—¡Por Dios! Mira nada más que cara traes ¿te encuentras bien?

—No, no estoy bien, y te agradeceré que no me cuestiones.

—No es mi intención hacerlo, sólo digo que nos has tenido muy preocupados. Estuvo aquí un señor de apariencia muy extraña, dijo llamarse Joaquín, me dejó su teléfono para que le marcara en cuanto supiera algo de ti.

—¡Joaquín! —exclamé con sorpresa—. Sube mi maleta a mi habitación, Amelia tengo que salir.

—¿Cómo que tienes que salir?

—No le digas a nadie que me has visto, ¡te lo suplico!

Bajé corriendo las escaleras y tomé el primer taxi que encontré rumbo al estudio de Joaquín, a últimas fechas se había convertido en un refugio para mí, y sentía que ahí podía encontrar consuelo.

Llamé a la puerta y él abrió de inmediato, me dio la impresión que estaba de pie justo detrás de ella.

—¿Dónde demonios te has metido? —preguntó alterado.

—No me grites —clamé soltándome a llorar.

Me abrazó por instinto ayudándome a entrar. Nos acomodamos en el sillón de siempre y cuando pude desahogarme por completo, empecé a contarle lo ocurrido los últimos días.

Todo el tiempo me observó con expresión de sorpresa sin pronunciar palabra alguna. En ocasiones el sentimiento se hacía presente y no podía evitar llorar con profundo dolor. Le conté cada uno de los momentos que pasé en la casa del campo como si estuviera relatando un cuento de hadas con un final violento.

—¡No cabe duda que Sebastián, es un imbécil! —exclamó furioso.

Con el hecho de escuchar su nombre, sentía un pinchazo en el pecho que me hería con crueldad mientras no paraba de sollozar.

—No tiene idea de lo que ha hecho, ha cometido el peor error de su vida. No supo valorarte y no deberías estar así por su causa, es un patán y no vale la pena que sufras por él.

Tras escuchar sus palabras, sentí un deseo por defenderlo, y me odiaba por ser tan patética.

—No quiero volver a verlo.

—Eso está más que claro, pero... ¿Cómo vas a evitarlo? Mientras estés en la financiera no veo cómo.

—De cualquier modo, no creo que se atreva a buscarme.

—Para ser Honesto espero que no lo haga. ¿Ya has pensado, qué harás con Mauricio?

—¡No lo sé!

El hombre del parque (Primera Parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora