Si yo soy el héroe de mi propia vida o si cualquier otro
me reemplazará, lo dirán estas páginas. Para empezar
mi historia desde el principio, diré que nací
(según me han dicho y yo lo creo) un viernes
a las doce en punto de la noche. Y, cosa curiosa,
el reloj comenzó a sonar y yo a gritar.
David Copperfiel – Charles Dickens
La vida es una reacción química interminable.
Steve Jones
—Hugo.
El reloj en la pared ponía en evidencia que los dieciséis minutos en los que tenía de estar sentado en aquella silla, los había pasado en silencio. En el silencio de su voz porque todo a su alrededor hacía ruido, porque la vida a su alrededor eran gritos que él no quería volver a escuchar jamás.
—¿Hugo, estás escuchándome?
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce segundos.
—¿Hugo?
Los músculos de su mano ajustaron el agarre de sus dedos a los apoyabrazos de la silla en la que estaba sentado.
—Hugo, ¿sabes que te escucho, no es así?
Sin apartar la vista del canto de madera del ostentoso escritorio se pregunto si sería cierto que podía oírlo. ¿Sería capaz?
Deseó que pudiese escuchar la cacofonía que aturdía su cerebro, de la cual no podía deshacerse.
—Hugo, habla —volvió a insistir la voz.
Despegó los labios; no para hablar sino para dejar salir la angustia que lo inflaba como un globo, estallaría si aquel gas nocivo continuaba acumulándose en su interior. Sentía su piel tirante, ardiendo por la presión en su pecho.
Su piel.
Su piel la cual aún guardaba recuerdos de la piel con la que hiciera contacto tantas veces, su piel la cual sabía muy bien la piel que añoraba; su piel desesperada por aquel contacto.
—Hugo, habla conmigo. No puedes continuar en silencio.
¿Por qué no? A él le parecía completamente plausible, por no decir, la única opción.
—Hugo —la voz sonó cargada de tensión y podía jurar que un tanto enojada también.
Su pulso comenzó a acelerarse.
Estrujó los apoyabrazos un poco más, sus venas dilatadas por la tensión de la situación se unieron en la superficie, tironeando de la piel, a los tendones que como cables de acero atravesaban sus brazos, los cables de un puente, había dicho él, los cables de un puente que ayudaban a mantener dos costas muy distantes unidas, cables por los que él estaba dispuesto a caminar para llegar al otro lado sin importar el riesgo.
Hugo le había explicado que a él le daban vértigo los puentes, que no se sentía del todo cómodo cuando los atravesaba y no tenía claro si era peor la sensación de vacío por debajo de estos antes de tierra, o cuando debajo de estos fluían profundas y turbulentas aguas.
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La vida en el cuarto piso.
General FictionEn cuanto Hugo se mudó al quinto piso, quedó convencido de que su vida al fin se encaminaba por la vía correcto, viendo su carrera de actor dar el paso definitivo hacia ser visto como alguien capaz de interpretar roles serios y con significado; y su...