Tan cerca.

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El olvido duró lo que tardó en parpadear por primera vez, después de abrir los ojos al despertar. El piso de arriba ya no estaba vacío.

Parpadeó una vez más y con sus ojos todavía hinchados y pesados por el sueño, contempló el techo sobre su cama, iluminado por la intensa luz de media mañana, el cual sin sus anteojos eran luces un tanto desdibujadas. Como todos los días había puesto el despertador para las cinco pero esa mañana había hecho lo que nunca: apagarlo para seguir durmiendo porque cuando el aparato sonó, no habían pasado más de dos horas desde que lograra conciliar el sueño.

No terminaba de comprender el porqué de su desvelo si bien no era la primera vez que padecía una noche de insomnio. La mudanza lo había puesto inquieto, ansioso como si toda aquella gente que escuchó ir y venir hubiesen estado entrado y saliendo de su piso para hurgar entre sus cosas. Sentirlos tan cerca lo puso nervioso al punto de empujarlo al límite de perder el control; no había podido probar bocado ni quedarse quieto, tampoco había sido capaz de salir del departamento.

Manoseado, inestable; la ducha que tomara anoche antes de meterse en la cama no había servido de mucho para aplacar el ardor sobre su piel, tampoco la que se dio con agua fría a una de la madrugada después de un par de horas de dar vueltas y vueltas en la cama con la sensación de que alguien le respiraba en la nuca palabras en que no quería recordar, palabras en las que siquiera quería pensar.

Se pellizcó el puente de la nariz después de refregarse los ojos con el pulgar y el índice de su mano derecha, gesto al que sabía era adicto cuando la ansiedad bombeaba la sangre en sus venas.

El gesto no le ayudaría a enfocar mucho más.

De su nariz, su mano voló a la mesa de luz para pescar sus anteojos los cuales acomodó sobre su tabique.

Con la visión corregida por las gafas, bajó los ojos del techo a las oscuras paredes de su habitación y comenzó a requisar el espacio buscando aquello que fuera de lugar, le causaba el malestar físico que padecía. Todo estaba en su sitio, perfectamente acomodado donde lo dejara la noche anterior.

—Está bien, nadie entró —susurró para que el gigantesco espacio que lo rodeaba, se tragara su voz—. Estás solo, nadie entró —intentó convencerse y de nada sirvió. Sus puños acabaron cerrándose con desesperación despiadada estrujando la sábana que el cubría el colchón, sábana que debía cambiar porque era un asco así como él; había contagiado hasta la última fibra, con los restos de una noche inquieta y turbulenta, una noche que lo avergonzaría por días, lo sabía, aunque no hubiesen más testigos que su memoria, de lo sucedido.

Debería volver a ducharse, quitar las sábanas, ventilar el cochón y probablemente también lavar la funda del edredón.

Su pulso se lanzó a una carrera todavía más veloz de lo que corrían sus pies cuando necesitaba dejar atrás todo.

Al instante sudor empapó su espalda, su rostro, su nuca.

Entendió que no podría permanecer mucho tiempo más allí tendido a menos que quisiese perder la cabeza.

Sin desperdiciar movimientos, se levantó de la cama y primero que nada, quitó la funda del edredón para colocar éste sobre el sillón. La dobló y la dejó en el piso a un lado de la cama; quitó la sábana, la dobló y la colocó sobre la funda doblada, quitó las fundas de las cuatro almohadas que tenía sobre su cama para seguir la misma rutina que con la funda del edredón y con la sábana superior. Quitó la ajustable que cubría el colchón y ésta la convirtió en un bollo en cuyo núcleo ocultó lo que prefería no ver.

Con la vista lejos, fija en el hueco de la puerta abierta que daba al pasillo, se quitó la ropa interior y la dobló hacia el frente para terminar de esconderlo todo. Colocó los boxers sobre la pila, recogió todo y en ese estado, fue directo a la cocina decidido a borrar hasta el último rastro de su noche.

La vida en el cuarto piso.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora