El edificio.

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—¡Cuidado con eso! Ese espejo tiene más de trescientos años.

Hugo giró sobre las suelas de sus botas de diseñador las cuales eran de estreno y estaban matándolo, para ver a Myriam con los brazos en alto, con sus dedos extendidos como si tuviese en ellos una fuerza especial con la cual soportar el peso del espejo que en verdad siquiera corría riesgo de caer porque cuatro de los sujetos de la compañía de mudanzas lo sostenían de los amarres que utilizaban para transportarlo y que además afirmaban en su sitio las capas y capas de plástico de burbujas con la que estaba envuelto.

Al menos dos de los hombres que parecían fabricados con el doble de materiales del resto de los seres humanos, le lanzaron miradas poco amistosas. Él no quería que el espejo sufriese daños porque le encantaba, era una de las pocas cosas que había elegido sin que nadie se lo apuntara, sin que nadie le sugiriese comprarlo, sin embargo tampoco era tan apegado y protector de los objetos materiales como Myriam. Más que nada, de romperse el espejo le habría causado cierta sensación de no haber cumplido con su labor de mantener en buen estado aquella reliquia para generaciones futuras.

—Con cuidado, por favor —les pidió otra vez, ahora suavizando el tono. Myriam retrocedió y los cuatro sujetos continuaron con la laboriosa tarea de bajar aquella enormidad de cristal y madera, del camión.

Myriam giró sobre los altos tacones de sus botas que debían causar mucho más dolor que las que él llevaba puestas, y se encontró con su mirada. La mueca en su rostro era una alarma con sirenas a toda potencia que indicaban su nivel de estrés. Le sonrió y sus labios temblaron por el esfuerzo que el identificó como su necesidad de asegurarle que ella podía sin mayores problemas, encargarse de la situación.

Él ni por un segundo, hubiese dudado jamás de la capacidad de Myriam para organizar y llevar a cargo todo lo que se propusiese, ella era ordenada, decidida, disciplinada, lo opuesto a él.

—Respira. Todo va bien. Creo que hasta ahora no se ha roto nada —intentó bromear. Los músculos en el rostro de Myriam se contorsionaron deformando sus perfectas facciones, su mirada azul se endureció—. Era broma. Bueno, en realidad creo que no se ha roto nada.

—No lo digas, siquiera en broma. Si rompen algo lo pagaran.

De refilón vio que los hombres lograban bajar el espejo del camión sobre el carro con el que lo trasportarían por la vereda hasta la entrada del edificio, por el hall hasta el ascensor.

—Tranquila, en serio, todo va perfectamente bien —le dijo aproximándosele para tomarla por los hombros, por encima de su abrigo gris el cual cubría su menudo cuerpo. Le dio un apretón a sus brazos mientras acercaba su sonriente boca a los labios tensos de ella—. Nadie mejor que tú planeando mudanzas —le susurró a los labios intentando dulcificarla.

Intentó besarla y Myriam apartó la cabeza hacia atrás. Su coleta rubia se bamboleó detrás de su cabeza y entre ambos alzó un largo y muy delgado dedo índice.

—Es la última vez que te mudas.

Le sonrió y ella sacudió la cabeza negando, sin atisbo de sonrisa en sus labios.

—Lo digo en serio, Hugo. Es la última vez que te mudas, si quieres mudarte una vez más, te buscas otra novia. Cuatro mudanzas tuyas son suficientes para mí.

Quiso aproximar su rostro al de ella otra vez, Myriam interpuso su mano extendida entre su boca y la de ella, así como había hecho cuando alertó a los de la mudanza por el espejo.

Él insistió con su cabeza en dirección a la de ella y ella lo tomó en parte por la barbilla, en parte tapando su boca. El perfume de la piel de ella quedó pegado a su nariz. Besó su palma.

La vida en el cuarto piso.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora