Mátame.

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Le costó arrancarse de la pesadez del sueño para conseguir abrir los ojos. Tenía un rato tonteando con el sueño, sabiendo que Teo estaba allí, que pese a todo pronostico, amanecería a su lado.

Apenas si podía creer que podía besarlo sin tener que pedir permiso antes, que podía tocarlo sin ser rechazado.

Teo se había puesto en sus manos la noche anterior y no veía la hora de tenerlo por completo.

Abrió los ojos y vio la entrada del vestidor, el sol del amanecer bañado la pared de una luz de un blanco nacarado.

Salvo los pájaros que cantaban al otro lado de las ventanas, todo era silencio.

Demasiado silencio.

Sus labios pronunciaron el nombre de Teo en cuanto lo pensó.

Se dio la vuelta para encontrarse con lo que temía, Teo no estaba allí.

Desesperado y todavía un tanto lento por el sueño, palpó el cochón y las almohadas; frío.

—Teo —lo llamó con miedo porque supo que no obtendría respuesta—. ¡Teo! —exclamó desesperado frente al silencio que se transformó en miedo. Teo se había largado para dejarlo allí solo haciendo el papel de estúpido. Por supuesto que haría algo así, debió saberlo. Teo no se quedaría a su lado, no tenía nada que hacer a su lado. Teo ni lo necesitaba ni lo quería. Anoche se había arrastrado como un imbécil entre un mar de caricias que se le fue la vida en dar y así le pagaba él, abandonándolo por la noche sin la menor explicación.

De un tirón apartó las mantas de encima de sus piernas.

—Teo —gritó una vez más, ahora con más furia que miedo.

No obtuvo respuesta.

Le haría pagar aquel desplante, Teo tendría que mudarse de edificio, de barrio, de ciudad y de país.

Saltó de la cama.

—¡Teo! —bramó ya completamente fuera de sí—. Maldito desgraciado hijo de puta, tú a mí no me haces esto—. Porque por supuesto que debía de haberse ido llevándose su camioneta. Y él que como un imbécil lo había preparado todo para que Teo tuviese el mejor cumpleaños de su vida. Si hasta le trajera un regalo de cumpleaños—. Por tu bien que no me dejaras plantado —lo amenazó sin bien Teo no podía escucharlo, al tiempo que se lanzaba sobre la puerta del vestidor para abrirla.

Se percató de que apenas si respiraba y que su corazón acusaba la falta de oxígeno.

Chispas blancas poblaron su visión y por eso le costó enfocar en los estantes, en el barral del armario. Porque no lograba distinguir nada tanteó lo que allí había. En verdad siquiera tenía necesidad, el aroma de Teo continuaba allí.

Tomó en sus manos la primera prenda que sus dedos encontraron, la sacó del estante y la apretó sobre su rostro para inspirar largo y tendido.

Teo.

Teo...

Teo...

En ese instante se declaró adicto a su olor.

—Joder —gimió sobre su camiseta.

Lo necesitaba tanto.

Tanto.

—Tanto, tanto, tanto, tanto, Teo, Teo, Teo, tanto, Teo tanto, tanto, tanto, tanto—. Cargó sus pulmones de Teo otra vez—. Joder que casi me matas —le dijo apoyando la frente sobre el borde de estante, sin apartar la camiseta de su rostro—. Mío, mío, mío. Teo, joder... —jadeó.

Teo era su delicada flor blanca cubierta de negro, aquella tóxica flor a la que se convirtiera en adicto. Su Teo.

Apartó la camiseta de Teo de su rostro y la devolvió a su sitio para estudiar el resto de las cosas allí.

La vida en el cuarto piso.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora