Un trueno sonó al otro lado de las ventanas del vestidor. Las primeras gotas chocaron contra al cristal al tiempo que se levantaba una potente ráfaga de viento.
El clima había comenzado a ponerse turbulento antes de que saliera de la oficina. Las nubes que apenas salpicaban el cielo cuando saliera a almorzar se multiplicaron en el cielo hasta empujarse unas con otras. Fue como si la presión del amontonamiento las pusiera de mal humor. De grises habían pasado a moradas por la tarde y cuando al salir del edificio de cocheras después de dejar el coche, era imposible de ignorar la carga estática en el aire.
La lluvia era inminente y de hecho estaba allí ahora descomprimiendo la presión acumulada durante medio día.
Él llevaba acumulando presión desde que dejara el gimnasio tres pisos más abajo, aquella mañana. Más precisamente desde que dejara a Hugo allí, con aquellas palabras que no tuvo intención de decir mas que no logró contener.
No entendía porque Hugo no lo dejaba estar, seguro que tenía mucha gente con la que pasar el rato y si bien había admitido que no sobrellevaba bien el rechazo, no podía terminar de creer que le valiera lo suficiente el pasar el rato con él. Menos que menos que lo tratara como si se conociesen de toda la vida, cuando en realidad no sabía nada de él. Sí, suponía que Hugo debía ser así con todo el mundo pero no podía terminar de asimilar que con él fuese lo mismo, porque con él no era lo mismo jamás y eso lo tenía muy claro. Con él nada era como con otras personas y no necesitaba que nadie que se lo hiciese notar, más que eso, suponía que Hugo debía haber notado todos esos baches en él, las faltas, las ausencias, los silencios, los que debían ser silencios que él arruinaba con palabras que no debían ser dichas.
Se miró al espejo requisando su aspecto de pies a cabeza.
Su cabello húmedo, los anteojos de montura negra con puente dorado, el suéter de cuello de tortuga, el cinturón de cuero, los pantalones negros, los zapatos negros. Él.
Se miró a los ojos.
No podía estar más nervioso; tanto que siquiera el álbum de música sacra rusa que escuchaba lograba tranquilizarlo.
—No subas —le dijo a su reflejo en el espejo.
El arte de los espejos es hacer exactamente lo contrario, ellos, al otro lado del cristal ven el mundo de otra manera, desde el lado interno, ese lado que los que viven afuera del espejo muchas veces prefieren ignorar.
Deseó poder ignorar lo que quería de la piel para adentro, lo que el Teo del espejo estaba dispuesto a hacer. Subiría al quinto piso a cenar con Hugo. Las dos botellas de vino lo esperaban sobre la mesa de la cocina, su teléfono estaba cargado a tope. Tenía música de sobra allí que enseñarle a Hugo si en verdad quería escuchar.
Cerró los ojos y empujó los anteojos hacia arriba por el puente para masajearse la nariz.
Que la cerradura se trabaja, que la tormenta hiciese que se cortara la luz, que el generador de apoyo no funcionara, que Hugo llamara para cancelar.
Nada de eso sucedió y su reloj marcaba las siete y cincuenta y dos.
No podía continuar esperando a que el mundo acabara para evitar que él subiera.
Dio la media vuelta y salió del vestidor apagando la luz de un manotazo.
Recogió su móvil de encima de la mesa de luz, puso la música en pausa y se lo metió en el bolsillo trasero de los pantalones; apagó las luces de la habitación y fue a la cocina a buscar las botellas de vino, con éstas y las llaves en la mano, salió de su departamento.
Cerró y vio que el ascensor estaba en la planta baja.
Sus ojos se movieron solos hasta la escalera, los dieciocho escalones más dos descansos de la escalera de tres tramos que lo separaban del quinto piso.
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La vida en el cuarto piso.
General FictionEn cuanto Hugo se mudó al quinto piso, quedó convencido de que su vida al fin se encaminaba por la vía correcto, viendo su carrera de actor dar el paso definitivo hacia ser visto como alguien capaz de interpretar roles serios y con significado; y su...