Capítulo 11

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—Lo siento, me atrasé un poco —dije acomodándome en el asiento del copiloto del auto de mamá.

—¿Estabas con esa chica? —preguntó mirando a través del espejo retrovisor.

—¡Hola, yo también te extrañé! —bufé—. No sé de qué estás hablando mamá.

—Esa chica, la del pelo mal tinturado. ¿Estabas con ella?.

Mamá no despegaba la mirada del espejo, como si fuera una espía infiltrada que con la más leve distracción, corría el riesgo de perder de vista su objetivo. Me giré para mirar por la ventana trasera y lograr entender de lo que estaba hablando.

—Esa chica se llama Olympia mamá —respondí descolocada—. Y no, no estaba con ella. Estaba en una junta del baile, aunque no veo lo malo si hubiese sido así.

Mi respuesta era parcialmente cierta. Si bien había estado en la junta del baile los últimos cuarenta minutos, la mayor parte de la tarde la había pasado en la sala de arte. Olympia se marchó de la sala un poco antes de que yo lo hiciera, así que desconocía el por qué aún estaba en la escuela a esta hora.

—Ya hablamos de esto Taissa. Las chicas problemáticas como ella no tienen nada que aportar en tu vida. Un día intentas ayudarlas y al siguiente te están arrastrando con ellas.

Fruncí los labios y me enfoqué en intentar desestancar el cinturón para contener mis ganas de responderle. Decir que alguien, que por cierto solo has saludado una vez, no tiene nada para aportar en mi vida me parecía bastante extremo. Pero una discusión con mamá no llevaba a nada, eso lo tenía claro.

—Aún eres muy joven para entenderlo hija —añadió endulzando su tono de voz—. Pero mamá sabe por qué dice las cosas.

—Claro mamá —respondí cuando al fin logré acomodar el cinturón de seguridad—. Solo vamos a casa.

Pocas veces había sentido ganas de contradecir a Portia, mi madre, en mitad de uno de sus sermones de buen comportamiento y lecciones de vida. Sin embargo, comenzaba a molestarme la idea de que juzgara a los demás por su apariencia sin siquiera conocerlos y me incomodaba saber que, de hecho, a veces yo podía ser igual que ella.

Es curioso como algo que me hacía sentir tan orgullosa cuando pequeña, ahora me causaba una especie de escalofríos en el estómago. Supongo que si algunas cosas no cambian del todo con el tiempo, inevitablemente terminan sufriendo algún tipo de transformación, ya sea para bien o para mal. En este caso, la balanza se inclinaba más bien hacia la segunda opción y los recuerdos almacenados en mi cabeza no hacían más que darme la razón.

Por un lado estaba la primera vez que alguien me había comparado con mamá. Fue aquella vez a los cinco años,  cuando ella tuvo que llevarme a su oficina porque la escuela había  sufrido  una ruptura de cañerías el día  anterior y se vieron obligados a suspender de forma sorpresiva  las clases. Es probable que lo hayan dicho muchas veces antes, incluso cuando mi cara de recién  nacida no tenía  ningún  parecido en absoluto a mis padres.  Pero esa es la vez que yo recuerdo  con claridad: apenas cruzamos la puerta de entrada de la oficina del periódico donde ella trabajaba,  las señoras del lugar me invadieron de saludos y abrazos como si yo fuera la única  niña pequeña que hubiesen visto en años. Es una adorable pequeña versión de ti,  Portia. Tiene tus mismos ojos; las escuchaba decir,  y mi pequeño corazón  saltaba de orgullo. Mamá  era amable, divertida y tenía  una de las sonrisas más  lindas  que jamás  haya visto. Que me compararan con ella era simplemente  el mejor cumplido  que alguien podía  hacerme.

Por otro lado, la última vez que alguien me comparó con mamá fue en una de mis discusiones con Maia unas cuantas semanas antes de que dejara la casa. Su voz casi quebrada diciendo: Cada vez te pareces más a ella; aún hace eco en mi cabeza. Fue ahí cuando me di cuenta que las cosas en nuestra familia realmente habían cambiado.

Todo lo que debes hacer es quedarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora