Día de los muertos.

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El martes en la mañana, exactamente a las 3:33am, Lydia Martin descansaba en la enorme cama del hotel Preserve en Pensilvania. Dos enormes y esponjadas almohadas bajo su cabeza, y un acogedor edredón sobre el resto de su cuerpo. Giró su cuerpo una y otra vez, intentando encontrar una posición perfecta para dormir, sin embargo, era imposible. Abrió los ojos.
Estaba lloviendo afuera, la ventana estaba cerrada y una cortina la cubría, pero los relámpagos iluminaban el exterior cada diez segundos. No era un am bien muy relajante. Había pasado varias semanas en Pensilvania, y desde su llegada, había dormido en aquella habitación. Preserve era uno de los hoteles más refinados del Estado y se había asegurado de tener el mejor cuarto, confirmando la reservación cuatro veces antes de llegar. Todo fue perfecto, la habitación la sumergía en un sueño profundo, pero ésta noche no podía dormir.
Un trueno rompió la calma. Toda la noche había llovido. Esto no le recordaba nada a casa: en SU habitación, las paredes coloridas no la hacían alucinar cada noche, su perra Praga a veces se acurrucaba junto a ella, y su colchón era perfecto para conciliar el sueño. La habitación del hotel no era perturbadora (Al menos, no del todo), pero los colores opacos te hacían preguntar ¿Por qué éste lugar era tan famoso?
Su mente comenzó a divagar: su pequeño viaje era un pequeño escape a todos los problemas en Beacon Hills, había dado una excusa a sus amigos y familia, pero, la verdad, Pensilvania habían sido sus vacaciones soñadas desde... bueno, desde saber de su existencia.
Todo había sido perfecto hasta que cayó la noche de hoy. Lydia sentía algo en el ambiente, algo invisible que le impedía descansar. Todavía no controlaba sus habilidades de banshee en absoluto, pero hoy presentía algo.
Se levantó de la cama y su cuerpo se estremeció al tocar el piso frío. Caminó hasta la ventana, sus pisadas no hacían ruido, casi como si flotara. Su cabello caía sobre sus hombros, y la bata que vestía no la protegía para nada del frío. Escuchaba cómo las gotas de lluvia caían: gordas y pesadas. Los truenos aparecían acompañados de relámpagos que iluminaban el exterior por unos segundos.
Llegó a la ventana y tocó el borde. Roble. No sabía cómo conocía el tipo de material con el que estaba hecho, pero su cerebro comenzó a trabajar el doble; haciendo que el más mínimo dato, saliera a flote. La cortina beige se mantenía delante del cristal, antes de poder retirarla, un relámpago brilló. Lydia ahogó un grito. Una silueta apareció al otro lado de la cortina ¿Cómo era posible? Estaba a 6 pisos sobre el suelo. Giró dispuesta a volver a la cama, pero su cuerpo impactó con algo. Más bien, alguien.
Stiles.
Frente a ella, Stiles se erguía firme y con la mirada perdida. Estaba mojado, y su cabello pegado a la frente... cómo si hubiese enfrentado al torrente de allá afuera.
— ¿S-Stiles?—Lydia estiró su mano. Apenas tocó al chico, su mirada cruzó con la de ella. 
La agarró fuertemente de los codos—Lydia. ¡Lydia! Tienes que ayudarme—su voz sonaba histérica. Desesperada—Ayúdame, te lo ruego.
Las manos de él estaban ridículamente frías—Stiles, dime ¿Qué pasa? ¿Qué tienes?
Stiles la acorraló contra la ventana, apretándola contra ella—Es él. El chico. ¡El chico!
— ¿Qué? ¿Cuál chico, de qué hablas?—empujaba cada vez más, Lydia oyó cómo el vidrio se agrietaba—Stiles me estás lastimando. Para.
—Debes ayudarme. Prométeme que lo harás ¡Necesito tu ayuda!
—No lo entiendo ¿Te sientes bien? Stiles suéltame.
No lo hizo—Vamos Lydia. Pensé que eras mi amiga ¿Por qué no me ayudas? Estoy en problemas.
Lydia comenzó a empujarlo, tratando de liberarse—Lo haré, lo haré. Ahora suéltame—bajó la mirada y notó un pequeño espiral en la muñeca de Stiles ¿Se había tatuado luego de que ella se marchó? Imposible. Él temía a las agujas.
—Perdóname. No puedo hacerlo—antes de reaccionar, Stiles empujó a Lydia contra la ventana, ésta se rompió en mil pedazos. Los cristales cayeron junto a ella en una lluvia de vidrio. Gritó, pero su voz sonaba lejana y débil. Sintió cómo caía hacia el exterior del edificio. Stiles la miraba desde la habitación con una sonrisa retorcida en su cara. Poco a poco, su imagen se fue haciendo más y más pequeña, hasta ser completamente invisible.
Sintió un impacto en su espalda. Crack. El dolor se apoderó de ella. No podía sentir sus piernas, luego, sus brazos, y después el resto del cuerpo. Había golpeado el suelo. Sentía sus huesos rotos, y algunas cortadas. Sintió un sabor metálico que se colaba entre sus labios. Estaba probando su propia sangre. De repente, sus párpados se sentían muy pesados. La lluvia caía directamente a su cara. Observó otro relámpago cruzar el cielo nocturno, pero no oyó el trueno.
Su vista se volvió borrosa, sus pulmones quemaban. Dio un último suspiro, antes de sentir cómo la vida abandonaba su cuerpo.

Varias horas más tarde; el ambiente era pesado en la morgue de Beacon Hills, cómo era de esperarse. La madre de Scott, Melissa, los había llamado a él y Stiles para observar más de cerca a una víctima del brote en el pueblo. Este caso era especial: el chico no sólo se había dormido, hace unos minutos fue declarado muerto.
—Melissa dijo que su garganta se había cerrado y su piel tenía un brote alérgico—El padre de Stiles, John declaró—Tienen doce minutos, chicos—Dicho eso, cerró la puerta.
Scott observó la habitación: los cadáveres estaban acomodados uno a lado del otro, todos colocados en una plancha de metal individual y puestos dentro de bolsas oscuras.
—Hagámoslo rápido. No me gusta estar aquí—Stiles dijo, su voz un poco floja.
Comenzó a pasear por el lugar, observando cada una de las bolsas negras. Había confusión en su mirada. Luego lo recordó: cada bolsa tenía un número que la identificaba... su madre nunca mencionó cuál bolsa debían abrir.
—Tal vez debíamos preguntar—Scott siguió s Stiles, quién ahora lo fulminaba con la mimada.
—Vuelvo en un segundo ¿Ok?
—Date prisa—Scott tapó su nariz—olfato de hombre lobo ¿Recuerdas?—Hizo un gesto con su mano. El lugar apestaba a... bueno, muertos.
Stiles desapareció por la puerta y la cerró con un ruido metálico. Todo quedó en silencio. Incluso las bolsas parecían demasiado quietas.
Sus ojos iluminaron. Observó a través de las bolsas, los cuerpos no se distinguían muy bien, pero podía verlos. Al menos era un comienzo, y ni siquiera sabía que podía hacerlo. Su vista captó a un hombre calvo con una enorme incisión cosida en su costado derecho, una mujer calva con la mitad de su cara quemada, y otro hombre partido a la mitad. Todos muertos. A pesar de todo lo que había atravesado los últimos años, aún era difícil ver un cadáver.
Sólo a dos mesas, estaba su objetivo. Bolsa 212. Un tipo con una enorme erupción en el cuerpo. Se acercó a él y abrió la bolsa, un olor dulce pero molesto golpeó su nariz. Era el mismo olor que había impregnado todo Beacon Hills desde hace días incontables. El hombre parecía muy joven, una lástima que hubiese muerto. Todo su cuerpo se tensó. Había algo allí, no en el chico, pero cerca.
Giró su cabeza a la bolsa de al lado. 213.
Algo se apoderó de él y sintió una extraña sensación. Alargó su mano hasta el cierre y lo bajó. Sintió nauseas. En la bolsa había un cuerpo, sí. Pálido, delgado, sus ojos estaban cerrados y sus labios sin color. Pero había algo en aquél cabello castaño, piel pecosa, boca en forma de lazo y nariz respingona, algo muy familiar.
La puerta se abrió de nuevo y Stiles emergió.
—Es la 212, papá dice...—se detuvo al ver la expresión en la cara de Scott. — ¿Pasa algo? Estas pálido.
Scott volteó de nuevo hacía el cadáver en la mesa. Stiles se acercó con cautela. Sus ojos se abrieron.

—Dios mío—Stiles cubrió su boca con la mano.

Su voz sonó casi quebrada, aun así, Scott dijo: —Eres tú.

Mi reflejo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora