Pasé veloz por el camino del bosque; la angustia puede ser el más fuerte de los combustibles. Los árboles pasaban raudos por mi lado quedando atrás. Sentí que mis piernas iban a explotar, de tanta fuerza que intentaba poner en los pedales; mis pulmones, funcionaban rápida e intensamente; mi corazón, comenzó a palpitar con una fuerza tal que, parecía que un alien me golpeaba desde dentro; un sudor, cayó copiosamente por mi frente, rostro y cuello.
Bajé a toda velocidad por el camino del bosque intentando hacer que cada segundo cuente. Pasé el puente por donde corría el riachuelo y llegué a la ciudad. Subí parte de la colina hasta la carretera jadeando, empapado en sudor.
Pasé por donde había estado el policía tomando la temperatura; pero, ya no estaba ahí. El puesto vacío tenía, para mí, un significado siniestro y urgente. En un último esfuerzo monumental pedaleé por la calle de mi barrio, lo más rápido que pude, hasta llegar a mi casa.
Dejé la bicicleta en la vereda, ni siquiera me preocupé por cerrar la puerta de la calle tras de mí. Corrí hacia la puerta, con todo un torbellino de ideas pasándome por la cabeza, y justo cuando tenía mi mano en el cerrojo, me detuve… no había pensado qué diablos le diría a mi madre, ni un solo engaño o mentira. Me quedé paralizado, con la mano en el picaporte, intentando buscar algo que le sonara lógico; pero, nada vino a mi mente confundida.
—¿qué pasó? ¿no fuiste al trabajo? —Dijo mi madre desde atrás.
Al parecer, había salido a fumar su acostumbrado cigarrillo al patio después del desayuno. Le gustaba salir y fumar en el patio, porque ahí tenía una buena vista panorámica de una parte de la ciudad, desde ahí se podía ver parte de la carretera, unos departamentos construidos hace poco y toda una población que quedaba saliendo de la ciudad (por suerte no tenía vista al mar). Yo me quedé ahí con los ojos abiertos como platos sin saber qué responderle.
—¡por dios!— exclamó —, así tu negocio no va a ir a buen puerto.
Permanecí en silencio sin saber cómo actuar, las ideas que pasaban por mi mente eran: opción uno huir con ella, pero mi madre era una persona de más de sesenta años. La mayoría de los autos, excepto los autos del gobierno, no tenían gasolina. Encontrar locomoción sería imposible y nos encontrarían los zombies en plena calle; opción dos resistir en la casa, pero a ciencia cierta estaba seguro de que mi madre no podría tolerar el infierno que se avecinaba. Los monstruos eran tan brutales, terribles y sin el menor grado de compasión. Lo único que lograría sería que viviera en un infierno y una muerte horrible.
Mi madre había sido una persona incansable al momento de cuidarme cuando era niño, me dio todo lo que ella podía dar como madre; y cuando no tuvo más que dar… siguió dando partes de sí misma. Sacrificándose y martirizándose por mí; por mi futuro, dejando los pies en la calle trabajando hasta tener algo que darnos. Ella no merecía un destino tan cruel como el que se acercaba a través de la playa.
Estaba sumergido en mis oscuros pensamientos, cuando mi madre de pronto me interrumpió con su voz.
—si no piensas ir a trabajar en la mañana por lo menos almorcemos juntos. Puedes ir a la tarde a la tienda— me propuso con una voz ingenua.
Yo seguía embobado en mis pensamientos: ¿había sido un buen hijo? ¿por qué nunca me daba el tiempo para almorzar con mi madre? ¿pasé el suficiente tiempo con ella? Todas estas preguntas giraban por mi cabeza como un tornado y me llenaban de miedo y angustia.
Con un golpecito en el brazo mi madre me hizo un ademán para que entremos en la casa. Yo entre embobado, como un sonámbulo, detrás de ella. Caminamos, a través del comedor, rumbo a la cocina. Mi madre, tranquilamente, sacó un paquete de arroz y, cariñosamente, lo puso en mis manos sudadas. Luego fue al comedor a encender el hervidor eléctrico.
Yo, intentando disimular el infierno que llevaba dentro, apliqué aceite en una olla, encendí el gas y puse a dorar dos tazas de arroz. Todo esto lo hacía maquinalmente, como en un trance atroz del cual no me podía deshacer.
El hervidor hizo su sonido típico de cuando el agua ya está lista, lo tomé y lo eché sobre el arroz en la olla; la primera taza, lentamente y con cuidado para que el vapor no me quemase (una técnica enseñada por mi madre); las otras tres tazas, las apliqué con normalidad y no hubo ningún problema. Medí veinticinco minutos, en mi celular, y puse la alarma.
Mientras tanto, mi madre salió de la casa; de seguro a fumar otro de sus cigarrillos. Volvió a los cinco minutos con una cara preocupada.
—pasaron dos autos de policías y uno de bomberos por la carretera— me comentó —, ¿habrá algún incendio?
—seguramente —Le respondí intentando que mi respuesta sonara lo más natural posible.
Ella se sentó pesadamente en el sillón del comedor, se echó sobre la mesa y comenzó a pintar con lápices de colores. Yo la contemplaba desde el lugar donde se unían la cocina y el comedor; ese momento me pareció tan preciado que intenté, con todas mis fuerzas, guardarlo en mi memoria. Una lágrima cayó por mi mejilla y, para disimular, me dirigí a la cocina fingiendo estar atento a la comida. El celular sonó en ese momento, no me había dado cuenta de lo rápido que había pasado el tiempo, apagué la olla con la comida y le ofrecí servir los platos.
Mientras almorzábamos, pasaron por la calle dos niños que susurraban en un tono preocupado; al parecer, se estaban empezando a notar los primeros estragos en las cercanías de la playa.
—de seguro se puede ver el incendio— dijo mi madre intrigada —, después de almorzar voy a ir a ver.
Seguimos con nuestro almuerzo tranquilamente y conversamos un par de cosas banales al principio; luego, mi madre comenzó a hablar de su juventud y de lo complicadas que fueron las cosas para ella. Yo la escuchaba en silencio, intentando desesperadamente no soltar el llanto angustiado, mientras mi mano temblaba con la cuchara con arroz.
Terminamos el almuerzo y mi madre se proclamó satisfecha. Yo le ofrecí abrirle un tarro con cerezas sin carozo, que habíamos guardado para una ocasión especial, y ella aceptó encantada. Abrí el tarro con el abrelatas, serví el contenido del recipiente en dos vasos y le entregué uno a ella. Entonces disfrutamos de un magnífico postre, dulce y sabroso.
Ella recordó que debía preparar sus pastillas del almuerzo y yo, apresurándome, tomé la delantera y le ofrecí ayudarla. Tomé el pequeño frasco, donde ella mezclaba todas sus pastillas para tomárselas de una sola sentada, y caminé con él hacia el dormitorio.
«Es cuatro de febrero y mi madre recibió sus medicamentos hace tres días» Pensaba«, mensualmente ella tomaba tantos analgésicos y sedantes que podrían tumbar a un elefante.
Tomé el clonazepam y mis manos temblaban, temeroso de lo que iba a hacer. Una por una, deposité todas las pastillas de los meses de febrero y marzo en el frasco, fui al lavaplatos y mezclé el contenido con agua, caminé de vuelta al comedor y se lo entregué. Ella lo bebió de una sentada intentando evitar el sabor fuerte de las pastillas; pero, aun así le quedó un sabor amargo en la boca. Yo le ofrecí más cerezas para pasar el sabor y ella aceptó.
—con estas pastillas me da sueño —comentó—, me voy a sentar en la cama un ratito para ver si puedo dormir.
Se acostó en la cama en posición semi-sentada, como lo hacen los ancianos, cruzó las manos delante de ella, como rezando, y comenzó a sentir como sus parpados le pesaban. Un poco confundida por la acción de los fármacos; pero, sin las energías para armar las piezas del rompecabezas.
A mí se me partía el corazón de verla en ese estado, no podía verla partir, y con una voz a punto de quebrarse le dije:
—voy a estar en el patio.
—y voya drmir…— me dijo con una voz apenas audible, como si su lengua estuviera tropezando con las letras.
Salí de la casa en compañía de un silencio fúnebre, caminé al patio trasero soltando la angustia que me recorría todo el cuerpo. Me senté en el suelo con las piernas cruzadas y ahí en silencio… lloré.
Lloré desesperadamente, despreciándome a mí mismo por el acto ruin y vil que había cometido. La ansiedad y la angustia salían a flote dejando que todo mi ser se perdiera con el llanto, lloré tan profundamente que, en cierto momento mi mente se desconectó… Desperté por un ruido de un grito y golpes, eran cerca de las dos de la tarde. Un vecino estaba en la puerta de la calle, llamando de manera escandalosa, gritando y golpeando con su mano rápidamente la puerta de madera. Yo me asomé para ver que le pasaba, aunque ya intuía de qué iba el asunto, él me vio y apuradamente me dijo:
—necesitamos a todos los hombres en la calle, ¡urgente!...
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PODRIDOS
TerrorUn hombre común deberá recurrir a medidas extremas y desesperadas, para poder sobrevivir a la peor de las pandemias. Un mal que se lleva toda la vida y la inocencia y solo deja muerte y desgracia a su paso.