Los segundos pasaban lentamente. Luego, los segundos se convirtieron en minutos y los minutos en horas. Eran aproximadamente las cuatro de la tarde, cuando empezamos a escuchar los primeros sonidos del caos: primero, a través de lejanas descargas de disparos, y gritos que se escuchaban muy despacio; luego, los disparos empezaron a escucharse más y más cerca, y los gritos que, antes, parecían lejanos ahora se escuchaban venir de un par de calles de distancia.
Toda la ciudad parecía pasar por el mismo proceso siniestro: primero, se escuchaban disparos; luego, gritos; finalmente, silencio. Como si todo el pueblo se fuera sometiendo, a la fuerza, a una metamorfosis infernal y horrenda.
Nosotros esperábamos en un silencio angustiante, el ambiente se tornó pesado, y todos empezamos a sentir que el temor se transformaba en miedo palpable.
Finalmente, aparecieron los primeros zombies al otro lado del humo, creado por Jonathan. Iban caminando todos juntos, como una espeluznante manada de bestias salvajes, explorando el nuevo terreno. Nosotros, a causa del humo, podíamos ver sólo su siniestra silueta moviéndose, y escuchábamos sus tétricos gritos y quejidos.
Uno de ellos pasó la barrera de humo. Era curioso e inquieto: vestía unos pantalones de oficina, de la cintura hacia arriba solo se dejaba ver una camisa empapada en sangre coagulada, se podía ver que por el lado derecho de la panza le colgaban las tripas, y desprendía chorros de sangre putrefacta.
Al vernos, echó a correr sobre la barricada, gritando y aullando lúgubremente, pero quedó enredado en la reja de alambre. Comenzó a moverse y a gritar estrepitosamente, ante la impotencia de no alcanzarnos.
Miguel se paró en la cima de la trinchera, alzó el letrero de “bienvenidos” y lo azotó contra la cabeza del monstruo. Era un golpe difícil pues el muerto se movía frenéticamente, como si una ira asesina y perversa lo inundara por completo. Tuvo que darle dos golpes para silenciar al cadáver; sin embargo ya era tarde, varios de los difuntos habían escuchado el alboroto y comenzaban a pasar por la barrera de humo.
Los siguientes en pasar la berrera fueron dos cadáveres: uno era un hombre obeso, venía vestido solamente con pantalones y sin ropa de cintura para arriba, dejando a la vista su enorme y asqueroso estómago celulítico; la otra era una mujer, vestía un enorme vertido blanco floreado que estaba empapado en sangre, y su cabello parecía sucio, pegoteado y descuidado. Corrieron a toda velocidad dando gritos y aullidos espantosos, chocaron estrepitosamente contra la empalizada y rugieron como perros rabiosos intentando alcanzarnos.
La mujer quedó muy cerca de donde estaba Miguel, quien con un certero golpe le partió el cráneo en dos; el hombre obeso, quedó enredado en la malla de alambre a los pies de Rafael, quien tuvo que darle dos o tres golpes para poder ultimarlo.
Nos sentimos un poco más aliviados al ver que ya no se movían ni emitían sonidos; pero, al levantar la vista, todo nuestro ánimo se fue al suelo. Nuevos monstruos pasaban por la barrera de humo, invitados por el sonido de los caídos. Esta vez eran aproximadamente cinco de ellos, ya se estaba haciendo difícil contarlos o poner atención a sus características: eran todos hombres, y el que más resaltaba era uno que estaba anormalmente delgado. Todos juntos corrieron hasta la barricada como malignos animales salvajes.
Los de las espadas se dispusieron a luchar y a eliminarlos lo antes posible; pero, esta vez ya empezaban a ser demasiados y, mientras más subía el número, más costaba matarlos… y mientras más costaba matarlos, más ruido hacían los cadáveres… y mientras más ruido hacían, más muertos vivientes se acercaban. Era como un siniestro circulo de la muerte que estaba en nuestra contra.
Apenas atravesaban el humo, nos veían y se lanzaban, salvaje y violentamente, con todas sus fuerzas contra la barda. Nosotros intentábamos matarlos en silencio, lo más rápido posible; pero, pronto se transformó en una tarea imposible…
Finalmente se volvieron demasiados, y los portadores de las improvisadas espadas se empezaban a ver cansados.
—¡ya nos vieron —gritó Richard —, hay que disparar!
Abrimos fuego, un coctel de balas mortales salió volando, y un montón de ellos cayó al piso; pero, detrás de ellos llegaron nuevos muertos al instante para tomar su puesto. Se acercaban corriendo y gritando enfurecidos, golpeaban la reja con fiereza y luego, al recibir el disparo o golpe, quedaban tumbados; algunos incluso después de eso seguían intentando llegar a la barricada, arrastrándose funesta y furiosamente.
La lucha se volvió terriblemente violenta y ruidosa: Miguel, y el resto de los tipos con espadas, aprovechaban la altura y daban fuertes golpes en la cabeza a los malditos, matándolos casi al instante; Richard, era el mejor disparando y, con la escopeta, podía darles certeros tiros en la cabeza; Rafael, le daba a los muertos con tanta fuerza que les partía la cabeza en dos; yo, por mi mala puntería a distancia, debía esperar a que estuvieran cerca, a dos o tres metros, y luego dispararles de manera precisa. No éramos los mejores pero hacíamos lo que podíamos.
Una marea de muerte se nos echaba encima iracunda; nosotros seguíamos disparando y luchando desesperadamente, matando a tantos como podíamos.
Los cadáveres comenzaron a apilarse en grandes cantidades tras la barrera, lo cual hacía difícil distinguir entre los derribados; y los que se arrastraban por entre los cuerpos descompuestos.
No sé cuánto tiempo peleamos en esa siniestra trinchera de la muerte; pero, nos pareció una eternidad. Los de las espadas sudaban y sus golpes comenzaban a verse débiles y cansados, los estragos del cansancio se hacían presentes, y su respiración se agitaba por el esfuerzo sobre-humano.
De pronto… uno de los muertos que se arrastraba se confundió entre todos los muertos caídos, atrapó con sus manos inmundas la pierna de Miguel y, con un fuerte tirón, le hizo perder el equilibrio.
Miguel cayó al otro lado de la empalizada, un grupo de muertos coléricos se le echaron al instante encima y, entre gritos y alaridos, lo mordían todos a la vez. Miguel, estando rodeado y mordido en todo su cuerpo, lloraba e intentaba darle patadas y golpes a los muertos; pero, sus fuerzas ya no era suficientes. Los monstruos lo atacaban con fiereza... lo devoraron hasta que ya no le quedaron fuerzas en ese cuerpo destrozado a mordiscos.
—¡malditos hijos de puta! —Gritó Jonathan, mientras corría furioso a través de la empalizada.
Llegó al lugar donde su hermano había caído, contempló impotente que ya no había nada que hacer y, lleno de ira, lanzó un enorme grito que atrajo la atención de los zombies. Nuevamente los muertos se arrojaron frenéticamente sobre la empalizada, intentando alcanzar a Jonathan; pero, él movía la hoja afilada con una furia asesina increíble: cuando se venían sobre él en grupo, cortaba brazos y extremidades de los muertos con una facilidad asombrosa; cuando llegaba a él algún muerto en solitario, se aseguraba de darle un certero corte en el cuello, que hacía que la cabeza saliera volando.
Finalmente, un grupo de tres zombies se le vinieron encima, uno de ellos lo abrazó y lo mordió en el pecho. Jonathan con el letrero apartó a los otros dos y, dándole un fuerte golpe con el madero de su arma, apartó al que lo había mordido. Luego de eso, siguió luchando incansablemente contra la marea de muerte y locura asesina que se nos venía encima.
Los demás seguíamos disparando intentando darles en la cabeza a la primera; pero, con la agitación del momento, el nerviosismo y el miedo, los tiros precisos se hacen muy difíciles. Finalmente, la pila de muertos se hizo tan alta como la empalizada misma. Los de las espadas ya no tenían la ventaja de la altura. Ahora debían pelear frente a frente ante los zombies, que escalaban cada vez con más rabia sobre sus compañeros caídos.
—¡maldición! ¡Maldición! —lloró Nicolás mientras se sujetaba la muñeca.
—¿qué pasó? —le preguntó Rafael. Mientras cedía el letrero cubierto de sangre a otro hombre.
—Había alzado el brazo para disparar —dijo Nicolás—; pero al parecer, uno de los muertos derribados no estaba tan muerto, el muy hijo de puta se levantó y me mordió en el ante-brazo.
Su hermano, Rafael, tomó el arma de Nicolás, apuntó directo a la cabeza del culpable y, como en una ejecución, le voló los sesos.
La herida en el ante-brazo era profunda y sangraba copiosamente. En vano Rafael intentaba detener la hemorragia cubriendo la herida con telas y, como en un torniquete, apretando para cortar el flujo de sangre. Nicolás movía los dedos de la mano temblorosamente por el dolor. Al parecer, la mordida se había llevado por delante algunos nervios. Ya no podría mover los dedos de esa mano en un tiempo.
—¡ayuda! ¡ayuda rápido! —gritó Michael. Quien intentaba contener a varios cadáveres que lo estaban sobrepasando.
Rafael corrió disparando el trecho que lo separaba de Michael. Juntos intentaron eliminar todas las amenazas que se les echaban encima; pero, eran demasiados para ellos.
Luego de un tiempo de desesperada lucha, las balas se les acabaron y, aprovechando la falta de defensa, los zombies se les echaron encima en manada. Eran entre cinco y seis… habían corrido rápidamente por encima de la montaña de cadáveres y, llenos de una manía asesina irracional, saltaron hacia los dos indefensos derribándolos.
Rafael cayó al suelo de cabeza, partiéndose el cráneo, con dos de ellos encima que, apenas llegaron a tierra, comenzaron a morderlo por todos: en el pecho, cuello y en el vientre. Él ya no se movió más.
Michael por su lado cayó de espaldas y, violentamente, dio un azote contra el pavimento de la calle. Tres de los zombies, que lo habían empujado, le cayeron encima y comenzaron a atacarlo al instante. Él intentó defenderse; pero, con la caída había perdido su arma de fuego, y los monstruos, antes de que tuviera oportunidad, lo mordieron en el cuello.
Arriba en el hueco sin defensa apareció un grupo de no-muertos que, desesperados por carne humana, se arrojó de nuestro lado. Yo disparé todo lo que tenía en el cargador y logré derribar a tres de ellos; pero, al instante, apareció otro grupo de infectados para saltar la barrera y atacarnos.
Era una tarea imposible: los muertos no lloraban, no se cansaban, no sentían dolor o misericordia y no caían heridos; nosotros, solo teníamos las armas de fuego y la barricada a nuestro favor, pero una vez perdida esa ventaja éramos carne de cañón.
Al final, la ilusión de que podríamos vencerlos no fue más que eso… una ilusión. No habíamos contado con que el número de infectados sería tan grande, sólo ahora nos parecía lógico; los muertos habían arrasado más de la mitad de la ciudad, todas esas víctimas ahora eran siniestros cadáveres sedientos de sangre. Éramos un barrio que intentaba enfrentar a toda una ciudad de muertos vivientes.
La barricada había caído. Por el hueco sin defensa no paraban de colarse muertos vivientes; cinco se hicieron diez, y diez se hicieron veinte. El número era tan alto que ya era imposible contarlos.
—¡llévate a mi hijo! —me gritó Richard. Mientras cargaba su escopeta con una última ronda de balas —, esto ya está perdido.
Yo tomé al chico por debajo de las axilas y, cargando con todo su peso, corrí con él a través de la calle. Miré el panorama desolador a mi alrededor: los niños y niñas, lloraban en las puertas de las casas; las mujeres, desesperadas se abrazaban las unas a otras intentando darse fuerzas mutuamente; las ancianas y viejos, se persignaban y se echaban a rezar encomendando a Dios su alma eterna.
Al mirar atrás pude ver como la empalizada terminaba de ceder: los muertos, saltaban en grandes cantidades de nuestro lado de la barda; Nicolás, aun sujetando su brazo mordido, fue rodeado por muchos de ellos que, iracundos, lo atacaron y destriparon; arriba de los autos, Jonathan y Cristopher seguían luchando, con las espadas manchadas de sangre, peleando con los muertos de ambos lados; Richard, disparó su escopeta desde su puesto de batalla, no sé a cuantos derribó pero otros tantos le dieron alcance.
Yo giré la vista y cerré los ojos con fuerza, mientras de atrás se escuchaban espantosos gritos y alaridos. En eso el chico me dio un fuerte codazo en la mandíbula que me dejó aturdido por un instante; instante que el niño aprovechó para correr en ayuda de su padre… de nada le sirvió… el primer zombie que lo vio le dio alcance y, como un gato a un ratón, lo cazó y destrozó. Se le echó encima y lo mordió profundamente en el cuello, arrancando trozos de piel viva. El niño temblaba y lloraba en su impotencia cubierto de sangre.
Yo me quedé ahí un segundo, en shock, viendo como el chico, a quien debía proteger, era destrozado frente a mis ojos. Finalmente reaccioné, me levanté a prisa y corrí lo más rápido que pude. Los monstruos, de atrás, se entretenían matando todo lo que gritaba (y todo el mundo en la calle gritaba).
La calle era un caos: las mujeres intentaban entrar en las casas y proteger a los niños; pero los monstruos entraban detrás de ellas, para intentar acabar con su diabólica hambre insaciable.
Lleno de vergüenza e impotencia al no poder hacer nada para ayudar a nadie… corrí hacia mi casa, corrí llorando por mi fracaso y por todas las vidas valiosas que se habían perdido hoy…

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PODRIDOS
HorrorUn hombre común deberá recurrir a medidas extremas y desesperadas, para poder sobrevivir a la peor de las pandemias. Un mal que se lleva toda la vida y la inocencia y solo deja muerte y desgracia a su paso.