Logré llegar a mi casa sin que ningún no-muerto me siguiera. De un salto crucé la reja de la calle y, viendo como todo afuera se llenaba de muerte, caos y destrucción, abrí la puerta y entré escondiéndome.
Por la calle había pasado la guadaña de la muerte hambrienta, llevándose a todo aquel que se encontraba a su alcance: las mujeres, histéricas, cerraban las puertas con fuerza; los monstruos, al escuchar el ruido del portazo, se arrojaban en grupo contra las casas, golpeaban puertas y ventanas con furia, hasta que al final… la madera cedía, los vidrios se rompían y los cerrojos caían hechos trisas. Los muertos entraban y todos en la casa eran asesinados de forma horrible.
No sé cuánto tiempo les tomó dominar la calle completa; pero, puedo decir que no fue mucho. Después que la barricada cayó, hubo un poco de resistencia de algunos vecinos: Ramón, intentó defender su casa con una de las armas de Richard, dio un par de tiros y mató unos cuantos; Luis, intentó matarlos con un bate de metal. Todo fue inútil. Los muertos entraban en una casa y era una sentencia de muerte.
Yo podía ver todo el horrendo espectáculo de sangre, vísceras y muerte a través de mi ventana. Escondido, en la seguridad de mi hogar, esperé hasta que la masacre terminó. Un reguero de cadáveres, sangre y putrefacción quedó esparcido por toda la calle. Cuerpos tirados en el piso, ensangrentados, desgarrados y deformados por una muerte atroz.
Los zombies que nos habían derrotado empezaban a sospechar que no quedaban nuevas víctimas y, con una rigidez post-mortem; y con una energía demencial, empezaban a emprender camino hacia otro lugar de la ciudad. A lo lejos, se comenzaban a escuchar sonidos de nuevas batallas.
«no se demorarán ni un día en controlar toda la ciudad», pensé.
La gran manada ahora se dirigía hacia los departamentos que estaban cercanos a mi casa. Yo, silenciosamente, caminé por las habitaciones hasta encontrar la que tenía mejor visión. Una de las ventanas traseras de la casa me daba una vista perfecta. Todo lo que estaba pasando en los departamentos se veía con claridad.
La gente se preparaba igual que nosotros, sin embargo también usaban las ventajas de vivir en altura para su combate: se veían muchas personas desde las ventanas haciendo putería con las armas; otros tantos, se preparaban para luchar con picos y palos; un montón de personas, usaban herramientas de construcción como armas. Una turba de ciudadanos esperaba a las afuera de los edificios, listos para el combate.
Por la calle… la gigantesca manada de muertos vivientes avanzaba, caótica y siniestramente. Los muertos avanzaban, como una gran horda del infierno, en busca de nuevas víctimas para devorar su carne. Los muertos tropezaban, caían y volvían a levantarse formando una gran masa de podredumbre que avanzaba inexorablemente.
Luego de un momento de tenso silencio… la batalla comenzó. Los primeros en atacar fueron las personas con sus armas a distancia: armas de fuego, piedras y palos. Volaron por el aire un sinfín de proyectiles de todo tipo y, destructivamente, fueron a dar en la gran masa de muerte que se les acercaba: algunos muertos cayeron, y fueron a dar al piso de donde no volvieron a levantarse; otros —la gran mayoría—, recibían los impactos de los proyectiles y, persistentemente, seguían caminando inmutables hacia sus presas.
Su barricada no duro demasiado en pie. No calculé el tiempo exacto; pero fue muy poco. Los monstruos atacaban con una furia sin igual y las personas a duras penas lograban defenderse. Hasta que finalmente un hueco se abrió, por donde los muertos comenzaron a colarse.
Al ver que la muerte se les acercaba las personas se retiraron a sus hogares. Retrocedían en grupo juntos: los hombres de adelante, intentaban mantener a los muertos a distancia con unas lanzas hechizas; los de atrás, intentaban disparar con pistolas, piedras y todo lo que tuvieran a mano.
La lucha se tornó caótica y confusa cuando, de pronto, un grupo de cadáveres alcanzó al improvisado batallón y comenzó a atacarlo con furia. Las personas se desorganizaron y eso fue su perdición… una vez perdida la formación fueron cayendo uno a uno presa de los muertos. La sangrienta carnicería se había desatado…
Los primeros en caer fueron los habitantes de las primeras plantas. Sin la protección de la altura, era relativamente sencillo para los no-muertos derribar las puertas, destruir las ventanas, entrar y formar un gran festín dantesco dentro.
Los de los pisos superiores seguían vivos; pero presos en sus propios hogares. Se encerraban en sus departamentos para resistir o aguantar lo más posible pero era un asunto de tiempo; los muertos afuera solo tenían que esperar…
Desde las ventanas, algunos, intentaban seguir disparando y matando a cuantos pudieran, gastando sus últimas municiones; pero era imposible —su esfuerzo no era más que un intento desesperado por resistir—, no lograban más que irritar a los difuntos y darles pistas de donde estaban.
Unos tantos, esperaban dentro, en silencio, a ver si los muertos los ignoraban; otros y otras, aprovechando la altura, se arrojaban desesperados al vacío buscando una muerte rápida.
«En cierta forma, su derrota me recordaba nuestra derrota» pensé lleno de temor y angustia, recordando todas las vidas que se habían perdido hoy.
El sol comenzó a tocar la montaña, la tristeza del ocaso comenzó a merodear en el ambiente, el tono rojizo del atardecer empezó a cubrir el cielo y un paisaje aterrador comenzaba a observarse antes de la noche: una nube color sangre —en el cielo—, adornada con tonos amarillezcos dejaba caer su melancolía sobre el paisaje; abajo, la matanza y la carnicería despiadada empezaba a terminar. Las calles, ensangrentadas, destruidas y llenas de cadáveres, comenzaban a perderse de vista ante la penumbra del ocaso. La noche, más siniestra entre todas las noches, se acercaba…
Yo, para no seguir viendo tan horrendo y nauseabundo espectáculo, aparté la vista de la ventana, me retiré a una de las habitaciones y me quedé en silencio… intentando procesar lo que había ocurrido.
La casa se sentía vacía… el recuerdo de mi madre estaba por todos lados; en la cocina, cuando preparábamos juntos los platos más simples pero a la vez deliciosos; en el sillón, donde solía sentarse y pintar dibujos para entretenerse o resolver sopas de letras; en las ventanas, donde solía espiar a los vecinos; en el aire, pesaba un ambiente a soledad, tristeza y angustia, y no había forma de apartar esos sentimientos de mi mente. Era un sentimiento intolerable.
Me acerqué temeroso al dormitorio donde yacía su cadáver. Aún estaba acostada en posición semi-sentada. Ahí estaba ella como dormida, con las manos cruzadas como rezando… si no hubiera sabido nada de lo que había pasado juraría que podría hablarle, despertarla y cenar tranquilamente. El pensamiento de todo lo que acababa de pasar era inmensamente pesado y aterrador. Una lágrima empezó a rodar por mi rostro, al tiempo que intentaba detener el sonido de un llanto desesperado.
Me acurruqué sobre la alfombra en posición fetal, todo mi cuerpo empezó a temblar, respiré agitadamente, hiperventilando, y lloré… lloré desesperadamente intentando soltar en ese llanto toda la angustia, la rabia y la ansiedad.
—Ahora estás en un mejor lugar —le decía, entre sollozos, al cadáver de mi madre—, no te convertirás en uno de esos monstruos, tu alma… irá al cielo.
Finalmente, después de un largo tiempo, me levante aún tembloroso sin saber bien qué hacer o cómo enfrentarme a la realidad. Me había agotado todos los clonazepan en mi madre y no había guardado ninguno para mí.
Corrí por dentro de la casa buscando unas botellas de tequila, que había guardado para una ocasión especial; pero, mientras más las buscaba… más crecía mi angustia al no encontrarlas.
Abría y cerraba cajones, desesperado por encontrar las botellas antes de la llegada de la noche. Mi angustia fue tanta que, sin querer, empecé a armar un alboroto dentro de la casa. Luego de abrir un cajón en el fondo de la repisa pude ver el preciado licor. Con su tono amarillento color oro parecía estar invitándome sensualmente a beberlo, y perderme en sus brazos. Cerré el cajón con fuerza y bebí: los primeros tragos, carraspearon en mi garganta, pero seguí bebiendo de todas formas; luego, ya el licor empezó a pasar como si fuera agua.
Afuera se escuchó un ruido intenso. Corrí por la casa, para ver a través de la ventana el origen del sonido. Un par de muertos habían escuchado los ruidos que hice: uno, había quedado atorado en la reja de la casa; el otro, había pasado por sobre la cerca y había caído violentamente al piso del patio, al parecer, se había roto un brazo en la caída y le costaba mucho trabajo levantarse.
Miré un cuchillo que tenía sobre la mesa del comedor, luego miré al zombie en el piso…
—opción uno —dije en un tono casi inaudible.
Luego miré la botella aun en mi mano.
—opción dos.
Sin pensarlo demasiado tomé la opción dos. Me arrojé a los brazos del dios del licor… ocasionalmente miraba afuera al no-muerto que intentaba pararse una y otra vez sin poder lograrlo.
La noche llegó, y con la oscuridad, los monstruos parecieron calmarse; sin embargo, aun podían escucharse gemidos y aullidos siniestros en el ambiente nocturno.
—Si van a venir por mí… mejor que vengan cuando estoy hasta las narices de borracho —me dije.
Así, lleno de temor y embriagado a más no poder, me dormí…

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PODRIDOS
HorrorUn hombre común deberá recurrir a medidas extremas y desesperadas, para poder sobrevivir a la peor de las pandemias. Un mal que se lleva toda la vida y la inocencia y solo deja muerte y desgracia a su paso.