Lo que la muerte se llevó (parte 2).

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Diario 6 de febrero
Jueves…

Desperté confundido por unos ruidos en la lejanía. En mi aturdimiento por el tequila, no lograba entender qué estaba pasando. Encendí la linterna desde mi cama, me levanté apresurado y, cuando pasé el umbral de la puerta del dormitorio, apagué la luz de la linterna para no atraer a nadie. Me acerqué sigilosamente a la ventana del comedor y corrí lentamente la cortina.
En la lejanía de la calle, los monstruos gritaban excitados. Al parecer, algunos estaban arremetiendo contra una casa, provocando un enorme alboroto. Los otros que estaban en las cercanías comenzaron a moverse, rápida y compulsivamente, siguiendo el escándalo… buscando su tajada del siniestro banquete. Los zombies que estaban en frente de mi casa pasaban caminando, un tanto aletargados, hacia los gritos. Yo desde mi ventana sólo podía distinguir diabólicas siluetas negras caminando ocultas en la oscuridad de la noche.
Entonces… lo pude ver… alguien había encendido una luz dentro de aquella casa en la noche y, sin darse cuenta, los zombies la habían visto.
—Ahora no se detendrán por nada del mundo —murmuré. Mientras la impotencia y la ansiedad llenaban mi cuerpo.
Derribaron la reja, rodearon la casa y arremetieron contra las puertas y ventanas hasta que, finalmente, una ventana se rompió… luego otra y otra más. Los monstruos entraron a la casa, furiosos y maniacos, y se escucharon unos disparos; al tiempo que unos destellos iluminaban desde dentro como pequeños rayos. Yo, desde mi ventana, solo lograba ver como la ira y la excitación se apoderaban del ambiente.
Más y más monstruos entraron en la casa, dando por sentado el resultado del conflicto. Yo me separé de la ventana para no ver el horrible y nauseabundo espectáculo; pero, aun así se podía escuchar todo a pesar de la distancia: primero, se escucharon gritos de pánico o pavor y rugidos; luego, gritos y llantos de agonía; y finalmente, el silencio de la muerte se apoderó de toda la calle. De nuevo, sólo se escuchaban los gemidos siniestros de los cadáveres ahora satisfechos.
Caminé, apesadumbrado y entristecido, hasta el dormitorio, me acosté de nuevo y noté que tenía humedad en mis mejillas, sin darme cuenta había empezado a llorar. Bebí más tequila para intentar olvidar los gritos desesperados de esa familia y entrar en el mundo de los sueños y, finalmente, me dormí.

Me desperté durante la mañana, al día siguiente. La cabeza me dolía y sentía el cuerpo cansado. Sentía pena por los muertos de la noche anterior, pena por la muerte horrible que les había tocado sufrir.
—¿moriré yo de esa manera tan horrenda? —me pregunté…
Si hubiera habido una forma de tomar una salida fácil, la habría tomado sin dudar; pero —la salida fácil nunca es tan fácil—, tenía miedo del dolor: cuando te ahorcas, tu cerebro llena tu cuerpo con reacciones intentando encontrar una salida para seguir vivo, o sea dolor y agonía por doquier; si te cortas las venas, sientes todos los malestares de desangrarte… mareos, náuseas extremas, el corazón —al tener poca sangre que mover— comienza a latir muy rápido, como si de un infarto se tratara; lanzarse de un precipicio, mejor ni hablar de eso…  ése era mi problema, no le tenía miedo a la muerte, le tenía miedo al dolor. Aun así, me sentía agotado de la vida misma y sin ganas de despertar en todo el día. Ojala pudiera dormir todo el día, veinticuatro siete, y así me evitaría este infierno en vida.
Seguí una rutina parecida a la del día anterior. Hay poco que hacer en la casa, las labores comunes de pronto ya no tienen sentido: hacer aseo, lavar la ropa u ordenar son asuntos que ya no me preocupaban en lo más mínimo. Ante la presencia de la muerte a la salida de la calle, las perdidas infinitas de vidas y las tragedias de las que era testigo… todo pierde sentido.
Mi única y mayor preocupación es no hacer ruido, para no alertar a los monstruos de mi presencia. Debo hacer mis comidas en silencio, incluso no usar la cadena de la taza del baño: cada vez que voy al baño preparo un balde con agua sucia que uso para hacer que la inmundicia corra. Ojalá pudiera hacer que toda la inmundicia del mundo corriera con la misma facilidad.

Hoy decidí enterrar a mi madre en el patio. La presencia de su cuerpo en la casa se me hacía inaguantable. Tomé una pala, abrí una ventana de la parte trasera de la casa y salí por ahí. Seleccione un lugar en la esquina del jardín, en donde se juntaba el boldo y la hortaliza, y en esa tierra blanda… comencé  a cavar el agujero en silencio.
La pala al entrar en esa tierra de hoja no hacía ruido. Cabe por unos treinta minutos aproximadamente y logré hacer una pequeña tumba improvisada: un metro y medio de alto, medio metro de ancho y poco más de medio metro de profundidad.
Volví a entrar a la casa por la ventana trasera y antes de hacer cualquier cosa, fui a ver si el zombie que había caído en el patio delantero había despertado… seguía ahí, durmiendo el sueño intranquilo de los muertos, se agitaba en el suelo como un hombre en medio de una pesadilla.
Me acerque al dormitorio y, con mucho cuidado, tomé el cadáver de mi madre y lo envolví, lo más delicadamente que pude, con una sábana. Cuando terminé mi penosa labor usé una segunda sabana para asegurar bien el trabajo. Me tomé un minuto para afrontar la realidad y darme cuenta de que… en verdad iba a hacer esta locura.
—no puedo creer que esté a punto de enterrar a mi madre en el patio —me dije, aún en estado de negación.
Tomé el cuerpo como abrazándolo y, lentamente, lo arrastré por la casa hasta llegar a la ventana que había abierto. Lo apoyé en el marco, me pasé del otro lado y, tomando el cuerpo nuevamente, lo saqué a través de la ventana. Al salir los pies del marco de la ventana cayeron bruscamente al suelo emitiendo un poco de ruido. Asustado, por mi falta de sigilo, dejé el cuerpo en el suelo y, cuidadosamente, me asomé a ver si el cadáver viviente se había alterado… se movía un tanto intranquilo pero aún seguía en su posición, como semi-dormido.
—eso es —susurré —, quédate quieto.
Tomé el cuerpo y lo arrastré hasta el jardín, donde había hecho el surco. Lo dejé en el suelo sólo para dedicarle un triste llanto como despedida y, luego, continué con la triste sepultura.
Con mucho cuidado deposité el cuerpo en el hoyo, luego llegó la parte más difícil… jamás imaginé que sería tan terrible lanzar los primeros terrones sobre el cuerpo de una persona amada que ha muerto. Tomaba la pala la llenaba con tierra y, cuando me tocaba arrojarla sobre el cuerpo, me quedaba congelado. Sabía lo que tenía que hacer; pero no me atrevía. Lo intenté un par de veces pero siempre algo invisible me detenía, como si aun dentro de mí existiera la esperanza de que ella estuviera viva. Caí de rodillas y lloré de nuevo intentando desahogarme antes de terminar. Y luego volví, esta vez resueltamente, a usar la pala. Lancé la tierra rápidamente para evitar volver a sentir aquel sentimiento de duda dolorosa y punzante en mi interior. Cubrí todo su cuerpo con tierra, luego, busqué las mejores flores que el patio me ofrecía, y cubrí su tumba con ellas lo mejor que pude.
Caminé de vuelta a la casa, pero me detuve a mitad de camino para dedicarle una última mirada a la tumba de mi madre. Era la esquina más bella del jardín, y al contemplar tanta belleza sentí una profunda tristeza invadiéndome tan adentro… que no me dejaba respirar. Hiperventilé unos jadeos inteligibles y luego intenté formar una frase.
—que la luz de tu alma… brille por siempre dentro de mí —dije. Intentando no deshacerme en llanto en el momento.
Al volver a entrar a la casa sentí que una infinita soledad cubría el ambiente. La ausencia de mi madre se sentía en el aire, en toda la casa. Recorrí las habitaciones solitarias, sintiendo que el espacio era infinitamente mayor que antes, cada una se sentía más grande que la anterior. El silencio en el ambiente se volvía doloroso, y la ausencia de personas en la casa y en el barrio se hizo increíblemente agobiante. De pronto, sentí como el martillo de la soledad me golpeaba con todas sus fuerzas.
Caminé hacia mi habitación con mi gallardía deshaciéndose a pedazos, me lancé sobre la cama intentando hacer que todo este deprimente mundo desapareciera, y estuve aproximadamente una hora ahí. Intermitentemente intercalaba episodios de llantos y angustiosa calma.
De pronto, los monstruos en la calle empezaron a agitarse y alborotar todo el ambiente. Me levanté, caminé hasta la ventana y lentamente… corrí la cortina. Era Jonathan el que provocaba el escándalo, Se había aproximado a la casa y había llegado justo al frente golpeando a los demás muertos. No lograba matarlos; pero los agitaba y enfurecía en el intento. Todos los difuntos de la calle se agitaban y gritaban buscando a una presa a la cual atacar. Jonathan seguía golpeándolos una y otra vez: corría, seleccionaba una víctima, golpeaba con furia y luego volvía a correr; formando un repugnante círculo infernal de violencia gratuita.
Mirando ese dantesco espectáculo me preguntaba: ¿así terminaré yo? ¿Será ese mi destino? ¿Servirá de algo lo que he hecho? 
—A veces… no sé ni para qué escribo este diario —me dije llorando a mí mismo—, ninguno de mis amigos lo leerá jamás. Todos están muertos ahora… nada de lo que hago tiene sentido.
Entonces, sumido en profundos pensamientos de tristeza, me arrojé a buscar otra botella de tequila. La abrí, apresurada y torpemente con las manos temblorosas, y bebí todo lo que pude hasta quedar inconciente…

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