Capítulo I

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Adaptarse a su nueva ciudad no fue complicado. El pueblo era tranquilo, la gente amable y reservada y el ambiente invitaba a la calma, al descanso. Por las tardes, el único sonido que la acompañaba era el del viento en los árboles que rodeaban su pequeña cabaña perdida en el bosque. Era casi como vivir en un cuento de hadas. Podía, por fin, vivir a sus anchas. Cocinaba sus platos favoritos, sin pensar en que Yelena era alérgica al trigo y que a Bucky no le gustaba la pimienta; veía documentales sobre historia y vida salvaje en la televisión sin que nadie se quejara de sus gustos de abuela y se iba a la cama temprano, siempre con un nuevo libro entre las manos, cortesía de la biblioteca que había descubierto junto al castillo. Cada momento libre que tenía lo pasaba leyendo, estudiando. Leía sobre la historia local, sus mitos y leyendas, costumbres ancestrales y medicina tradicional... todo lo que necesitaba para adecuarse a su nuevo ambiente.

Las últimas semanas le habían mostrado que la población de aquella región aún creía firmemente en los beneficios de la medicina tradicional y, muchas veces, abandonaban los tratamientos médicos para seguir las indicaciones de una anciana que clamaba ser la última druida del lugar: una mujer cuya edad era imposible de precisar, pero, que aún conservaba el vigor de la juventud y se movía con una agilidad impresionante, especialmente si uno se detenía a ver los profundos surcos en su piel y sus ojos llenos de cataratas. Al comienzo, le pareció ridículo. Ella no estudió cinco años en la universidad para que una viejecita le prohibiera a sus pacientes inyectarse insulina o tomar sus medicamentos para la hipertensión. Pero, al ver a las personas completamente estables y sin complicaciones, decidió que, quizás, no era tan mala idea prestar atención a los cuentos de las abuelas... éstos muchas veces contenían más de una verdad.

Su vida era tranquila. Excepto por una cosa. Desde su primera visita al castillo que no lograba sacarse de la mente la historia del trágico rey. Los ojos fieros, fríos y cargados de dolor del tejido la perseguían en sus sueños, casi como si la llamaran. Sus pies la habían llevado muchas veces a aquel salón, como si verlo ahí la calmara de algún modo. La puerta escondida tras la pesada tela aparecía en sus sueños una y otra vez. Cada noche era algo diferente lo que veía tras la pesada madera oscura: a veces escuchaba el lejano llanto de un niño pequeño, otras el murmullo de rezos, gritos de mujer, el choque de espadas, relinchos de caballos. Otras, el aire parecía heder a sangre y a flores mustias. Otras, sólo veía oscuridad y, en medio de las tinieblas, una mano grande y manchada de tierra se extendía hacia ella, llamándola.

Despertaba bañada en sudor, inquieta, preocupada. Pero, con el transcurrir de las horas, los sueños se disolvían en las brumas de la memoria y la tranquilidad volvía a su mente. Sin embargo, escondida muy en el fondo, persistía aquella necesidad imperante de volver al castillo, de volver a verlo. Así, su presencia constante llamó la atención de los trabajadores del museo y de la biblioteca y, al saber que era la nueva enfermera del hospital, hicieron buenas migas con ella, dándole privilegios que nadie más tenía.

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