Capítulo 16

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Volkov volvió a agitar la bola. En las recónditas profundidades de la esfera de plástico relucieron misteriosamente las palabras «Todo apunta a que sí».

Una vez más, se dijo. Volvió a agitarla vigorosamente, ahora con las dos manos y apareció: «Pregunta en otro momento».

Viktor guardó la Bola 8 Mágica en el cajón del escritorio, debajo de unos documentos. La había comprado unos días antes en una tienda de artilugios de regalo, y se había convertido en una obsesión. Ahora la consultaba continuamente sobre todo tipo de cuestiones. ¿Para qué necesito las hojas de cálculo, ahora que he encontrado una nueva forma de guiarme en la vida?, se dijo. Este método resultaba más espontáneo y divertido, y además podía conducirle a la aventura.

De entrada le produjo gran satisfacción que la bola le respondiera «Sin ninguna duda» a su pregunta de si debía ir al banquete de boda de Alana y Parker. Se puso tan contento que informó inmediatamente a Natasha, y a ella le sentó fatal. Hacía tiempo que Viktor no la veía tan malhumorada. No era frecuente que su mujer considerara algo tan malo como para que interfiriera en su rutina cotidiana. Pero esta vez se interrumpieron las experiencias gastronómicas de tres platos que normalmente le llevaba horas preparar. También se acabó lo de servir la mesa con la cubertería del precioso juego de vajilla para doce personas que le había regalado una tía ricachona. Y, por supuesto, se acabaron aquellas largas, perezosas, y a veces un tanto aburridas comidas en las que Natasha repasaba sus últimas ideas en el plan maestro de sus primeras semanas con el bebé. 

Ahora el alfa se encontraba una bandeja en la mesa de la cocina, con el cuchillo y el tenedor puestos sin gracia a un lado del plato, sobre el que esperaba, medio descongelado, un menú precocinado del súper.

Volkov llegó a la conclusión de que tenía que despedirse de Horacio de forma digna. Por desgracia no se lo podía explicar a su mujer, quien no entendía por qué demonios iban a asistir a una fiesta que probablemente tendría lugar en «un tugurio abandonado por la mano de Dios».

Al principio la omega no hizo mucho caso de la propuesta porque pensó que le bastaría con decir «por encima de mi cadáver» para que Viktor cambiara de opinión. Pero a medida que pasaron los días y pareció evidente que su marido iba a mantenerse firme —cosa poco frecuente—, empezó a castigarle con comidas precocinadas y respuestas casi monosilábicas a sus intentos de conversación.

El problema era que Volkov estaba tan preocupado por su necesidad de acercarse a Horacio que interpretó las muestras de enfado de Natasha como un reproche por no ofrecerle apoyo suficiente en esta fase del embarazo. Como apenas conversaban, el malentendido no se disipó, y Natasha acabó por prescindir de su alfa. Ni su marido ni nadie le impediría ser la madre de mellizos mejor preparada del mundo; ella siguió comprando, concertando visitas y decorando la habitación de los niños sin consultarle nada a Volkov. Este sufría al verse excluido, pero no se sentía capaz de hablar del tema hasta después del banquete de boda.

Cuando el sábado entraron en el aparcamiento del Centro Social y de Atención al Minero, a Viktor no le sorprendió el comentario de su esposa.

—Ya te lo dije. No deberíamos haber venido.

A decir verdad, lo que se veía desde el aparcamiento plagado de baches no resultaba esperanzador: el edificio era de los años sesenta, de una sola planta y con tejado plano. El verde chillón de las paredes de cemento se daba de bruces con el rojo del tejado de zinc. En una ventana rota se agitaba al viento un trozo de cartón de Sugar Puffs, apenas sujeto por la cinta adhesiva que usan los electricistas, de un amarillo brillante, y un grafiti emborronaba totalmente el cartel sobre la puerta. No eran detalles que prometieran una velada agradable.

NADIE HACE EL AMOR LOS MARTES - Volkacio/ DexacioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora