IV Un Agujero de Culpa

9 0 0
                                    

Dentro de la casa la esperaban tres personas, una mujer, un hombre y una joven. Estaba oscuro así que no podía verles las caras. La mujer encendió una lamparita de aceite y la colocó sobre una mesa. Era lo suficientemente pequeña para que no llamara la atención desde abajo.

—¡Fina! —exclamó la joven, que se abalanzó hacia ella con los brazos abiertos.

El abrazo duró varios segundos y casi le saca el aire. Sanfina le devolvió el abrazo con ternura maternal y la apretó contra su cuerpo para sentirla con todo su ser. No podía creer lo grande que estaba su prima. Ya no era una niña flacucha de facciones demacradas, ahora estaba bien formada y saludable. Sus tíos, en cambio, estaban iguales a como los recordaba, no había ni una arruga ni una cana de más.

—¿Estás bien? ¿Cómo sorteaste a los Otros? —preguntó su prima.

—Es mi trabajo, Nami —respondió Sanfina entre risas—. No son un problema para mí.

La joven acercó la lámpara para verla bien.

—¡¿Pero qué te pasó?! —dijo mortificada mientras le acariciaba con suavidad la cicatriz de la cara.

Sanfina titubeó.

—Tuve... un percance, pero estoy bien. Fue hace muchos años.

Le quitó la mano del rostro y se volteó para saludar a sus tíos.

Los otros dos abrazos no fueron tan entusiastas ni tan amorosos pero aún así los recibió con gusto. Cuando terminaron de saludarse y de resaltar lo bien que se veían después de tanto tiempo, Sanfina decidió ir al grano. Sacó la carta y la puso sobre la mesa, a la luz de la lámpara.

—¿Para qué quieres ir a Dâeyvar, Nami? —preguntó con cierto tono inquisitivo.

—¡Se va a casar! ¡Nuestra pequeña Namia se va a casar!—explotó su tía, una mujer regordeta y de pelo corto salpicado de canas. Luego se llevó las manos a la boca, asustada. No era conveniente hacer ruido cuando los Otros se encontraban rondando.

Sanfina alzó las cejas de la sorpresa. No podía creer que la niña a la que había dejado hacía siete años se fuera a casar. Sentía que el tiempo había pasado más rápido desde que se fue, pero se seguía sintiendo como una adolescente impetuosa.

—Felicidades prima. ¿Quién es el afortunado? —su tono de voz resultó ser menos sincero de lo que esperaba.

—Es un conocido que vive en Dâeyvar —su tía seguía respondiendo por ella—. Se llama Gâahalr. Es un cobrador de impuestos a los barcos mercantes. Tiene el título de Hidalgo —agregó con orgullo ajeno.

Namia no parecía estar oyendo la conversación, estaba perdida en la flama de la lámpara. Su cabello castaño se desparramaba sobre el hombro, la oreja sobresalía como una roca en una cascada. La luz tambaleante marcaba sombras volátiles en su rostro. En los ojos, también castaños, se reflejaba el baile de la llama.

—No es de sorprender que alguien tan importante haya pedido la mano de mi hija —agregó su tío, un hombre fuerte, de nariz alargada y recta y de densa barba negra—, después de todo tenemos muchas tierras. Tal vez no seamos de ciudad, pero somos hacendados —Esta vez el orgullo era propio.

Su tía tomó de la mano a Sanfina.

—Pensamos en ti cuando llegó la hora de llevarla a Dâeyvar. Eres la mejor viajera sin lugar a duda. Incluso nosotros en este pueblo alejado hemos escuchado sobre ti.

Los viajeros eran personas que se encargaban de hacer las travesías entre las ciudades. Con los Otros merodeando por los campos y los bosques, las personas sólo se desplazaban cuando era indispensable. Eran los viajeros quienes llevaban las noticias, los paquetes y las mercancías de un lado a otro. Existían dos tipos, los que iban en convoyes bien armados de tractomotores, y los que viajaban solos amparados por las sombras y la discreción. Sanfina era de los segundos.

—Tía, claro que acompañaré a Nami a Dâeyvar. Me alegra que le hayan encontrado a alguien que la merezca —Volteó a ver a su prima pero ésta no le devolvió la mirada, seguía extraviada en la llama de la lámpara.

—Muchas gracias, mi niña. Por supuesto que te pagaremos todos los gastos, no tienes que darnos ningún descuento por tus servicios. Somos como un cliente más.

Sanfina le agradeció y procedieron a llevarla a su alcoba. Las casas-torre de las afueras de los pueblos y ciudades contaban a menudo con varios pisos, pues se extendían verticalmente y no hacia los lados. La casa-torre de sus tíos contaba con tres niveles, sin incluir la plataforma de incorporación. Le tocaba compartir habitación con Namia en el último piso. Le habían preparado un mullido colchón de paja y unas mantas gruesas de plumas para el frío. Esperó a que Namia se durmiera y subió al mirador del techo. Se sentó en el borde del mirador con los pies lodosos colgando. La oscuridad absoluta reinaba abajo en el suelo, tan impenetrable como el océano. Arriba en el cielo la noche seguía cerrada. Se concentró en los sonidos. Poco a poco comenzaron a resaltar del silencio los gruñidos, olfateos y pisadas de los Otros. Intentó ubicar la posición de cada uno de ellos. Por la cantidad y la agresividad, se trataba de exploradores. Los exploradores eran fuerzas de avanzadilla que enviaba una manada cuando estaba en movimiento. Eso no era buena señal, parecía que Szeygird se encontraba en su camino. Era probable que se los toparan durante el viaje. Sanfina sola podría esquivarlos sin dificultad, pero con Namia siguiéndola iba a ser difícil moverse. Prefería los encargos que no involucraban personas ya que amedrentaban su paso y atraían a los Otros con su andar descuidado, pero estaba dispuesta a soportar esas penurias con tal de pasar ese tiempo con Namia.

Sus pensamientos le llevaron a Têrin, la prostituta, a sus ojos desamparados después de haberla denigrado de forma tan repugnante. La exquisita sensación de venganza ya se había esfumado, ahora sólo podía pensar en esa mirada de súplica. Se preguntó si ella de verdad no comprendía por qué la había tratado así. Tal vez Têrin la consideraba una buena amiga de la infancia. Quizás sólo era capaz de evocar recuerdos alegres entre ellas: persiguiéndose por los prados salpicados de flores o jugando a las escondidas entre los campos de trigo. Sanfina también recordaba esos momentos, pero eran pocos comparados con las veces que Têrin la humilló frente a las otras niñas o las alentó a rechazarla. ¿Y si ni siquiera era consciente de todo el sufrimiento que le había causado en esa época? 

Ahora entendía su mirada. 

Desde la perspectiva de Têrin, Sanfina era una buena amiga con la cual compartió la infancia. Tal vez tendría recuerdos acogedores con ella a los cuáles volver cuando se sintiera desamparada en su dura vida de prostituta. Un día su amiga abandonó Szeygird y pensó que no la volvería a ver jamás hasta que la reconoció en aquel cuartucho de taberna, siete años después. Quizá se alegró al verla, pensando que al contratarla le estaba jugando una broma; que una vez supiera quien era, dejaría de actuar y aprovecharían el tiempo para platicar y reencontrarse. El trato que recibió habría sido una trágica sorpresa para ella. Los insultos mientras Sanfina se masturbaba con su cara, la asfixia entre sus piernas, los dolorosos tirones de cabello, la última estocada: el pedo nauseabundo justo en la boca. 

Sanfina no pudo aguantarse la risa. "Un pedo, ¿en qué estaba pensando?".

Debería sentir remordimientos ahora que por fin había entendido aquella mirada; sin embargo, no sentía nada más que un vacío confuso y pulsante ahí donde debería estar la culpa. Una especie de escalofrío en el estómago. Nada más.

La adrenalina del reciente enfrentamiento con los Otros se fue diluyendo y el topor que había sentido en la taberna volvió convertido en sueño. Bostezó mientras se estiraba y torcía el cuello, bajó a la recámara con Namia que dormía plácidamente, se recostó en el colchón y cerró los ojos. Debía de descansar bien.

Viajera: Una Daga en la NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora