X Un Anhelo en la Noche

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Volvieron al gremio de viajeros poco antes del anochecer, cuando la luz anaranjada del sol poniente bañaba las calles empedradas. El encargado las condujo por los pasillos del edificio hasta una pequeña habitación con un armario destartalado. Se derrumbaron en el colchón de paja, exhaustas por un día de caminatas y baños, y se acurrucaron bajo las sábanas. Sanfina tenía el rostro pegado a la nuca de Namia, embriagándose con su perfume natural mezclado con el olor de las hierbas aromáticas. Era el combustible perfecto para los fuegos ventrales que la consumían. Podía sentir las nalgas de su prima apretándose contra su pubis. Deseaba restregarse contra ella para así aplacar los impulsos que la mantenían en vigilia. No podía resistir más. Las ansias de tocarla eran insoportables. La acarició desde el cuello hasta la cadera recorriéndola suavemente con las yemas de los dedos.

—¿Qué haces? —inquirió Namia con tono somnoliento y se dio la vuelta para encararla.

Sanfina se quedó congelada en posición sin saber qué decir.

—¿Me estabas haciendo cosquillas? —La pregunta inocente de Namia y su mirada confundida delataban que no tenía idea de las intenciones de su prima.

Una risita nerviosa escapó de la boca de Sanfina.

—Fina, por favor para. Tengo sueño.

Cuando Namia se estaba dando la vuelta para darle la espalda y volver a dormir, Sanfina la detuvo sujetándola de las mejillas, los labios quedaron apachurrados entre sus dedos. La tenía a su merced. Podría besarla sin más. Envolverla con las piernas. El ardor que sentía en la pelvis sería por fin aliviado. Tal vez fuera de esas mujeres que no aprecian la belleza femenina, tal vez llorara o se resistiera, qué importaba, no había nadie a quien pudiera recurrir. Estuvo a punto de abalanzarse sobre esos labios, pero al final la soltó y dejó que se diera la vuelta. No se atrevió. Ya era bastante doloroso que estuviera enojada por no querer ayudarla a escapar de la boda. Si la tocaba, tal vez nunca la perdonaría. Pero aún así sentía el ansia en la entrepierna, húmeda, caliente y palpitante. Necesitaba desahogarse. Le quedaba suficiente dinero para un par de visitas fugaces al burdel. Se levantó con mucho cuidado y salió a la recepción. Había algunos viajeros cansados que acababan de llegar. Decidió volver a la recámara, era mejor atrancar la puerta desde dentro y escapar por la ventana. No quería que en su ausencia alguien encontrara el dulce bocadillo que dormía indefenso en esa habitación.

Conocía la ciudad. Había un prostíbulo cerca de allí para atender a los viajeros desocupados, había estado allí un par de veces. Cuando llegó al sitio casi chorreaba de la entrepierna y tenía manchado el pantalón. Le echó un vistazo a una chica delgada, de cuerpo pueril y rostro alargado que esperaba clientes reclinada junto a la puerta. Ofreció el dinero pero ella no aceptó.

—¿En serio? ¿Te metes con cualquier borracho sucio pero conmigo no quieres? —Sanfina le increpó molesta

—Disculpa, reina —respondió la prostituta de la forma más respetuosa posible—. No es lo mío, pero hay un par aquí que con gusto te atenderán.

La respuesta no satisfizo a Sanfina. La quería a ella. La manera en la que su cabello castaño caía en cascada dejando entrever la punta de las orejas hacía que le dieran temblores en la pelvis. Fue con la meretriz, una mujer severa y cincuentona. Le ofreció el doble por aquella chica. Su actitud adusta cambió al instante a una de amabilidad melosa y se levantó para ir a hablar con la renegada.

—¡Edelmirna! ¡Vas ahora mismo con esta señorita si no quieres que te azote! —ladró la meretriz. 

—Pero no me gusta con mujeres, ya le dije que hay otras que la pueden atender —reclamó la prostituta.

—Vas. Ahora mismo. Con esta. Señorita —el rostro impasivo de la meretriz se torció por un momento en una mueca perturbadora. 

La mujer aceptó cabizbaja mirando de reojo a Sanfina con resentimiento. Pasaron a un cuartucho donde sólo había una tosca cama de madera con un colchón maloliente de paja mohosa. Edelmirna se recostó, abrió las piernas de mala gana y presentó los genitales. Sanfina se desnudó a toda prisa. Acercó el rostro hasta rozar con sus labios los genitales de la chica. La piel se le erizó al aspirar los efluvios que manaban de su vulva. 

Se dejó llevar por los deseos obscenos que sentía hacia su prima con aquella sustituta: la puso de rodillas con el rostro apoyado al colchón, le separó los glúteos redondos y se montó sobre ella, acoplando su entrepierna entre las posaderas abiertas de la chica. Frotó con desesperación mientras pronunciaba como enloquecida el nombre de Namia entre gemidos y jadeos animalescos. Con cada roce de su vagina contra el ano caliente y pegajoso de la prostituta, la tormenta que se formaba dentro de su vientre estaba un poco más cerca de liberarse en un estruendo orgásmico. Recorría con los dedos temblorosos el cuerpo suave de aquella mujer, toqueteando las nalgas esponjosas, masajeando el clítoris, apachurrando los senos colgantes mientras copulaba con un furor descarriado. El penetrante olor salado que emana del recto expuesto era como un perfume afrodisiaco que impregnaba la pequeña habitación. 

Por fin la tormenta se desató en sus entrañas: Sanfina volteó los ojos hacia atrás, arqueó la espalda y sintió cómo los violentos espasmos de su vientre culminaban en un gemido largo y desesperado que se escapó de su garganta mientras una lluvia vaginal bañaba a Edelmirna con chorros palpitantes. Cuando todo acabó, se dejó caer encima del cuerpo mojado de la chica. Las piernas le temblaban como si hubiera corrido por millas. La prostituta tenía los ojo vidriosos y en el rostro se notaba resignación ante la vida. Había sido una experiencia desagradable para ella. Si Namia era como esa mujer, si no encontraba placer en el cuerpo femenino, entonces no la hubiera perdonado jamás de haberla tocado.

Sanfina se vistió sin decir nada. Dejó atrás a Edelmirna asqueada y secándose las lagrimas. 

Se adentró en la ciudad durmiente. Paseó entre los recovecos oscuros de las callejas hasta llegar al gremio de viajeros. Escaló la ventana con facilidad y se deslizó junto a su prima que dormía inocentemente. Por fin la pudo abrazar sin sentir el impulso incontrolable de poseerla. Se durmió con el recuerdo de aquellos días alegres e inocentes en los que ella era una muchachita y Namia apenas una niña pequeña. Se dio cuenta de que, incluso en esos tiempos, sentía un profundo y embriagador amor por ella. Al recordar aquella época le dieron ganas de llorar. Pronto iba a tener que dejarla ir y entregarla. Pero no lloró, de momento la tenía entre sus brazos, sólo para ella. 

Viajera: Una Daga en la NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora