Llegaron a los campos cultivados de Golindvar cuando el sol estaba en su cénit, al tercer día de haber entrado en los bosques. Unas horas después divisaron las imponentes murallas de la ciudad. Los enormes portones de bronce estaban abiertos de par en par. Los edificios del lado exterior de la barbacana, de madera y materiales ligeros, descansaban sobre la punta de torres de troncos o atalayas, accesibles sólo a través de escaleras colgantes, parapetos, plataformas de elevación mecánicas o escalerillas desplegables.
En cuanto cruzaron las puertas fueron aplastadas por una avalancha de sonidos multitudinarios. La muchedumbre se movía apretujada por la amplia calzada principal, como si fuera un camino de hormigas. Las edificaciones eran mucho más macizas que en el exterior, construidas al nivel del suelo con amplias ventanas para la ventilación. Las fachadas estaban hechas de sillares de rocas blancas y negras intercalados en hileras, otorgándoles una belleza intrínseca sin la necesidad de adornarlas con estucos ni pinturas. Namia tomó la mano de Sanfina, empequeñecida por la monumentalidad de la urbe. Solo los viajeros estaban acostumbrados a visitar otras ciudades y para la gente de pueblos pequeños como Szeygird, Golindvar era un lugar abrumador.
—Aquí tomaremos el tractomotor para ir a Dâeyvar. A partir de ahora el viaje será mucho más fácil —aseguró Sanfina.
Caminaron por una calle que seguía el costado interno del muro defensivo hasta llegar a la estación de tractomotores. El edificio se encontraba en la punta de un torreón de la muralla y tenía su propia plataforma de acceso empotrada para que los pasajeros no tuvieran que abandonar la seguridad de la ciudad al abordar los convoyes.
Subieron por la torre y preguntaron por el próximo convoy a Dâeyvar. Acababa de partir uno, no volvería a haber otra salida en esa dirección hasta dentro de cinco días así que compraron los boletos para esa fecha. Sanfina pensó que podría aprovechar ese tiempo para mostrarle a Namia las comodidades y amenidades de vivir en una gran ciudad. Así tal vez no vería con tan malos ojos el hecho de ser la esposa de un urbanita adinerado. En el peor de los casos, le levantaría el ánimo decaído.
Cerca del torreón, un edificio algo destartalado se recargaba contra la muralla. Era el gremio de los viajeros. Un par de figuras cubiertas en capas grises dormitaban en una tosca banca de madera a un lado de la puerta, sus pies descalzos cubiertos de lodo. Sanfina se presentó en el recibidor para pedir refugio durante el tiempo que iban a estar en Golindvar. Tendría que pagar por la estancia de Namia pues ella no era viajera de profesión. Contó cuánto dinero traía. Le alcanzaba a duras penas para pagar los cinco días.
Como estaban sucias por atravesar el bosque y sumergirse en un estanque, Sanfina optó por visitar primero las termas de la ciudad. Sin duda esa experiencia no sólo relajaría y pondría de buen humor a Namia sino que también le haría desear vivir en una metrópoli.
Las termas eran esplendorosas. Se trataba de un edificio coronado por una enorme cúpula sostenida por sólidas columnas catenarias que asemejaba una gran carpa y decorada con mosaicos intrincados de criaturas mitológicas relacionadas con el mar. Desde las serpientes marinas que aterrorizaban a los marineros durante la Edad de los Héroes hasta figuras, con licencias creativas seguramente, del antiguo pueblo pelágico, quienes surgían de las entrañas del océano en globos llenos de gas para regalar tesoros de las profundidades a los antecesores. Sanfina le explicó el significado de todos los mosaicos a Namia, que escuchó fascinada prestando especial interés en la representación de un individuo del pueblo pelágico otorgando extraños artefactos a unos pescadores con los que se había topado al salir a la superficie.
Bajo la cúpula se extendían las albercas calentadas por fogones subterráneos y los baños de vapor alimentados por rocas candentes. Las termas estaban separadas en dos secciones: una masculina y otra femenina. Mujeres, niñas y señoras de todos los estratos sociales se bañaban en las piscinas, no había distinción de clase; además de los templos, las termas eran los únicos lugares donde se toleraba que los comunes se juntaran con nobles e hidalgos.
El proceso de limpieza consistía en meterse en una alberca de agua tibia a nadar un rato, de ahí era un chapuzón fugaz en una alberca helada y luego sumergirse en una muy caliente. Todo con el objetivo de ablandar el cuerpo y así limpiar no sólo la piel sino también los músculos de sus impurezas. Para terminar se entraba al baño de vapor con piedras calientes y se azotaba el cuerpo con ramos de hierbas aromáticas para limpiar el alma. El proceso podía repetirse cuantas veces fuera necesario.
Mientras se desvestían, Namia miraba con curiosidad y conmoción a su prima. No sólo el rostro de Sanfina estaba marcado por cicatrices. Los brazos, el vientre, los senos, todo su cuerpo, hermoso y broncíneo como era, tenía alguna huella de dolor pasado.
—No es fácil ser viajera —aseveró Sanfina mientras le mostraba su desnudez llena de heridas viejas.
Entonces Namia comprendió que la había rechazado no porque no quisiera que la acompañara, sino por su propio bien.
Sanfina tenía un cuerpo serpenteante. Era un balance perfecto entre musculatura y conservación de grasa, de curvas turgentes y rectas que parecían esculpidas en piedra. Las caderas eran las de una mujer en todo su esplendor. El cabello lacio le llegaba hasta el coxis, de un negro azabache como una noche sin estrellas. El rostro, incluso mancillado por la profunda cicatriz, irradiaba una belleza regia. Los grandes ojos castaños con retinas amarillentas precedían a una nariz recta y poderosa como la de una estatua, que bajaba hasta unos labios que evocaban pensamientos lujuriosos. La barbilla partida y los pómulos alzados le otorgaban la delicadeza femenina que refinaba sus facciones. Namia, en contraste, era delicada, de senos minúsculos todavía en desarrollo, extraños aún a la gravedad. El vientre plano desembocaba en un leve abultamiento púbico de aspecto aterciopelado. De caderas pueriles y miembros esbeltos, era fina sin ser quebradiza. El rostro alargado rimaba con la nariz recta como la de Sanfina pero más delgada y filosa. Las cejas, casi por completo horizontales, escudaban unos ojos castaños y melancólicos. Los pómulos marcados resaltaban aún más la hermosura de su cara. El cabello le acariciaba los hombros dejando asomar la punta de las orejas. Los labios, no tan carnosos ni sugerentes como los de su prima, evocaban, en cambio, cierta dulzura inocente.
Ambas eran bellezas formidables, cada una a su manera.
Nadaron en la alberca de agua tibia mientras Namia le platicaba sobre lo que había pasado en el pueblo en su ausencia, pero Sanfina no la estaba escuchando. Se esforzaba por mantenerse estoica ante la presencia sublime y sensual de las tiernas carnes de su prima. Desde que la vio en Szeygird, ciertos deseos y pensamientos lascivos brotaron en las profundidades de su mente pero los contuvo y trató de ignorarlos. Durante las noches frías en el bosque, mientras dormía con ella sintiendo el calor y la suavidad de su cuerpo, aquellos pensamientos reptaban de vuelta para acecharla. Ahora estaba obnubilada, poseída y sometida por esos impulsos obscenos que bullían amenazando con desbordarla. Trató de controlarse recordando que se trataba de la misma niña inocente con la que compartió momentos alegres en la adolescencia, pero eso sólo agitó más el lívido que ya se arremolinaba en ella.
Logró escapar de aquellos pensamientos dándose un chapuzón en la alberca helada. Sólo el choque repentino y gélido del agua logró devolverle la cordura.
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Viajera: Una Daga en la Noche
FantasyUn amorío entre primas regido por el abuso y el desenfreno. Un pasado que esconde secretos terribles enterrados por los siglos. Un viaje por un mundo agonizante. Una daga en la noche que marcará el destino. Sanfina debe acompañar a su prima hasta l...