XI Nunca me va a querer

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La mañana siguiente Sanfina despertó de buen ánimo para pasear por la ciudad. Recorrieron los mercados colmados de especias con aromas picantes, vajillas de fina porcelana y telas coloridas. Los mercaderes se acercaban para ofrecerles perfumes y rebozos. Namia se interesaba en los olores, las vistas, las personas de facciones extranjeras. Todo lo encontraba estimulante, parecía haberse olvidado del funesto destino que la esperaba. Sanfina, mientras tanto, estaba concentrada en averiguar si su prima disfrutaría que una mujer hurgara entre sus piernas.

—Mira —dijo señalando con el dedo a un forastero—, ¿ves a ese tipo? 

Era un joven entrando en los veintes, fornido, de barba rala, y cabello blanco que delineaba un rostro viril. Sus ojos eran grises y fulgurantes, la piel un tanto mortecina. Vestía ropajes exóticos: zapatos de cuero teñido, pantalones color vino con un cinturón de hebilla y una camisa color crema con patrones florales en las mangas y el cuello. El espécimen perfecto para probar los gustos de su prima.

—Sí, lo veo —asintió Namia—. Pero... ¿se tiñe el cabello? ¿Por qué es blanco?

—Es un ârulo, son un pueblo de marineros que viven en el sur del mundo. Pescadores, comerciantes, exploradores, piratas. Nacen con el pelo negro y la piel morena, pero conforme maduran van perdiendo el color hasta quedar de un tono grisáceo.

—Pues ese sí que está bien madurado —dijo Namia comiéndoselo con los ojos.

Una risita falsa fue la única respuesta de Sanfina, la primera prueba no había sido satisfactoria. En seguida dio media vuelta y se alejó lo más que pudo del ârulo, jalando a su prima del brazo. Siguió haciendo pruebas a lo largo del día, cada una de ellas fallida. Cuando señalaba alguna extranjera de senos rebosantes, nalgas turgentes o rostro de muñeca, Namia no mostraba ningún interés; cuando señalaba algún forastero de pecho hercúleo o barbilla encuadrada, Namia lanzaba una mirada lasciva, se relamía los labios o sonreía con coquetería. Sanfina sintió que se derrumbaba, era imposible que la viera como algo más que su prima mayor. Enfureció. Decidió que ya habían terminado de visitar los mercados.

Volvieron al gremio cuando el sol comenzaba a menguar. Sanfina ordenó que era hora de dormir a pesar de que aún no oscurecía del todo. Se echó junto a Namia con los brazos cruzados y la boca torcida, sin taparse ni desvestirse. En cuanto se hizo de noche se levantó de un salto y salió por la ventana. Sus ojos estaban inundados de lágrimas. El fuego que la consumía no era de lujuria como la noche anterior, sino de ira. Entró al burdel dando un portazo. Después de beberse varios litros de cerveza, se acercó a la misma desdichada prostituta que, al verla venir, hizo una mueca de resignación. Sanfina la tomó con brusquedad por el brazo. La llevó a una habitación de arriba. Ahí, a solas con ella, rompió en llanto.

—Nunca me va a querer —dijo Sanfina entre sollozos—. Sólo te tengo a ti. Eres lo más parecido a ella.

Tomó a Edelmirna por las mejillas. La miró a los ojos, pudo notar en ellos la confusión y el miedo. También el asco. Aún más enfurecida, la besó con fuerza en la boca.

 —¿Por qué no te gusta? —repetía, mientras le daba un beso furioso tras otro—. ¿Sólo porque no tengo pene? —reclamó—. No es mi culpa, ¿por qué no me puede amar a mí?  

Cuando terminó de llorar miró a la prostituta, que se estremeció cuando descubrió la llama de rencor que ardía en sus ojos. Se abalanzó sobre ella y recorrió con los dedos cada curva de la chica mientras le arrancaban la poca ropa que tenía puesta. Le vio los senos, algo más grandes que los de su prima, y se los mamó como si estuvieran rebosantes de leche. Al voltear arriba y observar el rostro que la amamantaba, enfureció a un más al notar la mueca de incomodidad de la chica.

—¿Por qué? —le preguntó a Edelmirna con el pezón en la boca—. ¿Por qué no te gusta?

La prostituta no respondió. Estaba acostumbrada (mejor dicho resignada) a lidiar con gente inestable, sabía que no debía de estimular ni contradecir los desvaríos de sádicos y depravados.

—¡Dime por qué! —rogó Sanfina desesperada.

Entonces la empujó hacia atrás, se montó sobre su cara y empezó a restregarse con el pantalón puesto.

—Mira qué rico —gruñía mostrando los dientes—. Huélelo. ¿Te gusta? Un pene es feo, esto no es un pene. Esto es lindo, es como el tuyo —dijo con tono desquiciado, entre risueña y furiosa—. Me voy a desvestir y lo vas a mirar —ahora parecía que le estuviera hablando a una niña pequeña—, también lo vas a poder tocar todo lo que quieras.

Se quitó los pantalones, luego volvió a ponerse encima de ella. Pudo sentir la nariz de Edelmirna haciéndole cosquillas en el ano y los labios rozándole la vagina. Usó la cara de la chica para frotarse. Se arqueaba, se retorcía, se contorsionaba mientras movía las caderas. Tenía los ojos cerrados. Recorría la piel de la prostituta con las manos imaginando que acariciaba el delicado cuerpo de su prima. 

—Eres mía —atinaba a decir entre gemidos—. Eres mía. Eres mía.

Por fin dejó de llorar, el dolor anímico transmutó en placer corpóreo. Sus movimientos aceleraban conforme el goce incrementaba hasta que se convirtieron en una cabalgata. La nariz de la chica rebotaba contra su clítoris haciendo que soltara gemiditos. Los labios proporcionaban un colchón caliente, esponjoso y húmedo para embarrar su vulva mojada. Momentos antes de perder el control de los músculos pélvicos, le ordenó a la prostituta que abriera la boca, el chisguete orgásmico que roció le inundó la garganta. La mujer tosió y cerró la boca, asqueada. Los siguientes chorros la salpicaron en el rostro.

Después del arrebato orgásmico, Sanfina se recostó junto a Edelmirna, la abrazó de forma maternal y comenzó a masajearle la vulva con los dedos. Podía ver cómo la chica cerraba los ojos tratando de negarse a la sensación placentera que le causaban las caricias, pero el movimiento circular de la pelvis y la respiración fuerte demostraban que no podía evitar sentir placer. A Sanfina le causaba un deleite malévolo verla luchar mentalmente, imaginaba la sensación de asco y deleite fundiéndose en las entrañas de aquella pobre mujer. Sonrió con malicia ante aquel pensamiento. Concentró los masajes en el clítoris de la chica. Cuando los suspiros subieron de intensidad y su cuerpo comenzaba a retorcerse, la besó con dulzura en la boca para darle algo más de qué sentirse incómoda. Ahí, entregada a sus brazos, Edelmirna tuvo un orgasmo tratando con todas sus fuerzas de resistirlo. Cerró los ojos para no recordarse que era una mujer la que la estaba masturbando y, por fin, capituló ante el placer. Se agarró con fuerza de Sanfina, retorció las piernas y dejó escapar varios gemidos mientras su vientre se tensaba por los espasmos.

Mientras se escabullía por los callejones de regreso al gremio de los viajeros, Sanfina pensaba en Edelmirna luchando contra su orgasmo. Tal vez si forzaba a Namia, si sus dedos y lengua eran lo suficientemente diestros, podría provocarle tal placer hasta el punto de que superara al asco y terminara gustándole. Después ya no tendría que forzarla.

Al llegar al gremio notó que la ventana del cuarto estaba abierta y una luz temblorosa brillaba desde adentro...

Viajera: Una Daga en la NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora