XXV El Gremio de Viajeros

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—¡Por fin! —exclamó Êldogar al ver en la lejanía las inmensas murallas de Dâeyvar—. Tengo que visitar al huesero del gremio.

El camino atravesaba los campos de cultivos salpicados por las torres-casa de los campesinos desembocando en las puertas de la ciudad. Un enorme tractomotor estaba estacionado a un costado de la muralla donde una grúa de madera empotrada en el parapeto depositaba carga sobre la cubierta. Los muros estaban hechos de roca blanca y ladrillos intercalados al igual que en Golindvar. 

Los enormes portones de bronce estaban adornados con bajorrelieves de un ejército batiéndose en batalla contra los Otros. Cuando los atravesaron, la urbe se abrió ante ellos en una plaza amplia que bullía de actividad. El aroma a especias de los cobertizos se entremezclaba con el almizcle de los ungüentos y pomadas que vendían curanderos ambulantes. Los puestos comerciales desbordaban abundancia de sus cestas, y de sus travesaños colgaban todo tipo de embutidos, telas y cacharros. La enorme explanada estaba rodeada por macizos edificios de piedra amarillenta coronados por cúpulas peraltadas de tejas verdes. El griterío de los vendedores compitiendo por llamar la atención rebotaba por las paredes y se fundía en un incomprensible coro de ecos.

—Esta es la Plaza de la Fuente, de aquí sale todo el comercio —Sanfina extendió la mano con solemnidad.

En el centro de aquel concurrido lugar, se alzaba una imponente fuente hecha del más delicado mármol con representaciones de serpientes marinas vomitando agua de sus fauces. Unos niños jugaban y chapoteaban en ella, despreocupados. 

—Dâeyvar es donde hay más trabajo para los viajeros. Desde su estación parten todos los convoyes de tractomotores con las mercancías de otros cúmulos urbanos que llegan desde el puerto.

Namia estaba fascinada, la Plaza de la Fuente dejaba en vergüenza a las tiendecillas del mercado de Golindvar, ni hablar de Szeygird.

Se dirigieron hacia un de los edificios de los costados. Se alzaba varios pisos hacia el cielo, arañándolo con la punta de su cúpula. La fachada era amarilla y estaba adornada por arcos en gola cubiertos de azulejos color verde oscuro. Tallado en la clave del arco central, que era más grande que los demás, se encontraba el escudo de los viajeros: un cuervo rampante sosteniendo un pergamino en una pata y una ramita en la otra.

—La oficina central del gremio de los viajeros —indicó Sanfina—. Vamos.

El vestíbulo circular del gremio estaba adornado con mosaicos de criaturas míticas de tierras lejanas en el suelo, y murales de viajeros famosos recreando sus gestas legendarias en las paredes. Los rayos del sol se colaban desde de los ventanales formando columnas de luz inclinadas que desembocaban en el centro de la sala y llenaban el aire de motitas brillantes.

—Mira, ése es el viajero que te conté. —Señaló a un hombre pintado en un mural de una pared—. Se supone que está midiendo la circunferencia del mundo.

Aquel hombre, representado con exquisito detalle, observaba hincado unas varas clavadas en el suelo. Detrás de él, aunque pintado con una perspectiva un poco forzada, un obelisco se erguía proyectando una larga sombra perpendicular. Justo debajo, cerca del suelo, estaba pintado un nombre en letras doradas: "Tâonar".

—Y ella es la fundadora del gremio.

Ahora le mostraba otro mural: una mujer de facciones hercúleas mirando de frente al espectador con un cuervo parado en su antebrazo. En la mano llevaba una ramita de romero. "Siltarma" rezaba el nombre en letras doradas.

—Por eso permiten mujeres en la orden, de todas maneras casi todos los puestos administrativos están ocupados por hombres.

El gremio de los viajeros era un oficio popular entre mujeres que querían escapar de algún matrimonio abusivo, fugitivas, lesbianas o solteronas. Les permitía ganarse la vida sin tener que recurrir a la prostitución ni depender de nadie. Además, el hecho de estar constantemente en movimiento las hacía difíciles de rastrear. La gente llamaba la Santa Patrona de las Rechazadas a la fundadora de forma burlona.

Se acercaron a un funcionario del gremio y notificaron del incidente con el tractomotor. También pidieron cama y médico para Êldogar. Sanfina sacó su colgante de viajera y lo mostró al escriba, Êldogar también. 

A pesar de la magnificencia del edificio, la habitación que les asignaron a Sanfina y Namia era tan humilde como la de cualquier taberna de mala muerte. Un cuartucho en el último piso con el estuco descascarándose, un sucio colchón de paja y un tosco armario de madera.

—Al fin, algo de privacidad —dijo Sanfina satisfecha. Êldogar se encontraba en otra habitación en la zona para hombres. 

Namia torció la boca en una mueca entre resignación y rencor.

—Nos queda algo de tiempo todavía. Un par de días —susurró Sanfina en la oreja de Namia, sus dedos recorrieron el hombro de su prima hasta la mejilla y la acarició con dulzura.

Namia le cogió la mano y la apartó de ella.

—Quiero saber cómo está Êldogar, quiero visitar la ciudad con él. —Se acercó a la ventana y miró la bulliciosa plaza que se extendía debajo—. Quiero estar todo el día afuera.

Sanfina gruñó como un perro que muestra los dientes.

—El curandero del gremio está revisando sus brazos. No va a estar disponible por unos cuantos días. Podemos salir a pasear si quieres, pero antes... —tomó a Namia del brazo y la jaló hacia ella de forma brusca—. Antes necesito que me ayudes con mi maldición.

—No —insistió Namia, su voz casi se quebró en un llanto—. Quiero pasear ahora. Usaste mi cuerpo hace poco, ¿no te puedes aguantar?

La reacción de su prima preocupó a Sanfina, así que no quiso insistir. Bajaron al vestíbulo y se dirigieron a un salón rectangular con una tosca estatua del Caminante en el fondo. El cuarto estaba en silencio, iluminado por dos candelabros colgantes que apenas tenían velas. El aire tenía un aroma a incienso viejo. Sanfina se acercó a la estatua, temerosa. Se hincó ante ella, tocó los toscas pies de piedra y le pidió perdón en voz baja. Estaba convencida de que el ataque de los Otros había sido un castigo del Caminante por gastarse el dinero en prostitutas cuando le había prometido ofrecérselo como tributo al llegar. Sacó del bolsillo la única moneda que le quedaba y la depositó en el ofrendario. Tenía lágrimas en las mejillas.

Se secó los ojos con la capucha antes de voltear a ver a su prima.

—¿A dónde quieres ir entonces?

—Al mar —respondió Namia sin dudarlo—. Quiero ver el mar.

Viajera: Una Daga en la NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora