I Una Bestia en la Noche

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Era poco más que una niña. Sus los pies amoratados y llenos de lodo temblaban de frío. El vestido desgarrado chorreaba agua mezclada con sangre. Tosió con un espasmo y una bocanada de vapor salió por su boca. El sabor a hierro sanguinolento eclipsó el olor a lluvia y tierra mojada. Feroces bramidos, cada vez más cercanos, se escuchaban incluso por encima de los truenos y el eco ensordecedor del aguacero. 

No podía detenerse.

Se asomó temerosa por el callejón. Parecía un riachuelo bajo la tenue luz de la luna que se derramaba por entre los nubarrones. Los viejos edificios de estuco descascarado se inclinaban sobre él como si estuvieran a punto de colapsar, impedidos a duras penas por vigas transversales de madera que los mantenían en sitio. Al fondo, detrás de unos tejados, se alcanzaban a ver los merlones de la muralla. Al otro lado se encontraba la libertad. Se adentró por la oscura calleja a toda prisa, salpicaba agua con cada zancada mientras la lluvia caía sobre ella con violencia. Tenía parte de la mejilla cercenada y con la mano intentaba mantener los pellejos colgantes pegados a su cara. Le faltaba el dedo anular y en su lugar sobresalía el hueso astillado de la falange.

Los bramidos se acercaban más rápido de lo que ella podía correr. Cuando los escuchó justo detrás, volteó para enfrentarse a su perseguidor: un enorme perro negro con las fauces babeantes y sangrientas le gruñía en posición de ataque. Sus ojos amarillos estaban clavados en ella y tenían un fulgor que no era propio de un animal. La bestia arrancó a la carrera para embestirla. Ella sabía que no podría llegar a la muralla antes de ser alcanzada. Se mantuvo quieta y, cuando el can estuvo a punto de echársele encima, dio un salto repentino y se prendió de una viga de soporte, justo encima de ella. Se empujó hacia arriba con un esfuerzo descomunal y elevó los pies para esquivar a duras penas al animal. La carne de su cara quedó colgando al usar las manos para abrazarse de la viga. Debajo de ella el perro daba vueltas en círculos como un tiburón; entonces, se tiró al suelo y comenzó a contorsionarse de manera repugnante. Los huesos crujían y se zafaban de las articulaciones. Las vísceras revoloteaban debajo de la piel peluda, formaban bultos que se movían como si tuvieran vida propia. 

Mientras tanto, ella luchaba bajo el aguacero por vencer a la gravedad y treparse por completo en la viga. Aún seguía demasiado cerca de la maraña de pellejo, huesos y pelo que se convulsionaba debajo de ella. Escaló por la pared mojada del edificio, se agarró con sus nueve dedos de dinteles y travesaños, hasta que llegó al tejado. Volteó hacia abajo. Ahora había una figura oscura vagamente humana donde antes se retorcía el perro. La figura le devolvió la mirada. Reconoció los ojos brillantes y amarillentos en el rostro hecho de sombras. Corrió al otro extremo del tejado mientras se sujetaba la mejilla colgante y tropezaba con tejas sueltas. Al llegar al borde se asomó a la calle y vio con horror que la figura oscura ya la esperaba justo debajo. La única alternativa que tenía era saltar al techo del siguiente edificio, construido bajo la muralla, aprovechándola como una pared trasera. 

El aguacero le caía en la espalda como martillazos y su respiración agitada daba paso a una toz que le provocaba convulsiones. Aún así no permitió que todo eso la desconcentrara. Intentó calcular la distancia hasta el otro edificio con el ojo que aún veía mientras tanteaba las tejas resbaladizas con los pies. Dio un largo suspiro que se convirtió en vapor y se encarreró para dar el salto.

Al brincar, un par de tejas salieron proyectadas hacia el vacío junto con ella. Por un instante le pareció flotar en el aire; entonces, la gravedad se hizo sentir con más fuerza de la que había previsto y cayó a toda velocidad. Se estrelló contra el suelo como si fuera una muñeca de trapo, pero se percató de que no había caído en la calle sino en un balcón del edificio de enfrente. Abajo, las tejas estallaron en mil pedazos al chocar contra la calzada. La figura oscura soltó un grito entre el espanto y el enojo. En el balcón, la niña se levantó adolorida, apoyada de los barandales, y escaló por los travesaños de las ventanas hasta el tejado. Cuando se volvió a asomar a la calle, su perseguidor ya había desaparecido. Trepó por los sillares de piedra de la muralla que el edificio usaba como pared trasera. Los gemidos de dolor y suspiros de cansancio se alternaban con repentinos ataques de tos. 

Una vez arriba, en los parapetos, escuchó los gruñidos de los Otros. Más allá del muro se podían divisar, difuminados por la tenue luz de la luna, unas figuras que caminaban a dos y cuatro patas esparcidas por los campos de cultivo. Vagaban sin rumbo como si estuvieran ciegos. Era una manada de los Otros que, de no ser por la fuerte muralla de la ciudad, ya hubiera inundado las calles.

—¡No hay lugar a donde ir! —tronó una voz femenina detrás de ella.

Al voltearse pudo ver a su perseguidor, ya no era un perro grotesco ni una difusa sombra menguante, ahora era una mujer alta y bella de rostro lechoso y edad ambigua. Tenía una sonrisa coqueta pero una mirada malévola de ojos azules que refulgían con luz propia en la penumbra. El cabello rubio lo tenía recogido en un peinado impecable e intrincado de corte aristocrático. Llevaba un exquisito vestido azul con hilos de oro. La postura recta, casi marcial, resaltaba sus pechos y le daba un aire imponente. 

El aguacero le temía: sus ropajes y cabellos estaban tan secos como si fuera un soleado día de verano.

—Asómate por la muralla, los Otros merodean allá afuera —la boca salpicada de sangre de la mujer dejaba entrever unos dientes alargados y puntiagudos—. Es una manada, son demasiados. No hay lugar a dónde correr ni trepar. Si saltas se te romperán las piernas, es demasiado alto. Morirás del golpe o los Otros te encontrarán tirada y rota. Te devorarán, sufrirás. Ven conmigo, yo te liberaré del dolor. —Se relamió la sangre de los labios y extendió las manos hacia ella, sus uñas eran filosas—. Conmigo tu muerte no será en vano.

La niña no cedió. El dolor no era lo que sentía en la cara rebanada, en el dedo mutilado o en los pies amoratados. El dolor era esa mujer frente a ella. Todo el tiempo que había pasado sometida a sus embrujos. Pero ahora era libre y este iba a ser su primer acto de libertad: 

Trepó por la almena y saltó al vacío, perdiéndose en la penumbra bajo la muralla.

Viajera: Una Daga en la NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora