XV Barco de Tierra

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El contorno del torreón de la muralla contrastaba contra un cielo que profetizaba una tormenta. Abajo, en la puerta de acceso, una pequeña multitud se apelotonaba esperando para subir. Las impacientes personas cargaban cofres y sacos de suministros. Un guardia se interponía entre ellos y la entrada.

—Primero los del gremio de viajeros —anunció mientras hacía gestos para que se apartaran.

Sanfina se escabulló entre la multitud jalando a Namia por el antebrazo y le mostró al guardia una moneda de acero que colgaba de su collar. 

—Ella es mi carga —aclaró, señalando a su prima. El guardia las dejó pasar y subieron por el torreón hasta los pasillos de la muralla. 

Del lado exterior del muro, una estructura de madera parecida a un barco con una torre central en lugar de las velas se asomaba por encima de las almenas. Seis ruedas enormes de madera contrachapada soportaban el peso de aquella monstruosidad que recordaba una torre de asedio. Había llegado el tractomotor, la única forma segura de transportar carga en grandes cantidades. Varios tripulantes ayudaban a descargar las mercancías en el compartimiento de carga sirviéndose de grúas y plataformas acopadas a la muralla. Algunos guardias, ataviados en cotas de malla, platicaban recargados en los merlones. Los demás tripulantes del tractomotor estarían emborrachándose en las tabernas, fornicando en los prostíbulos, descansando en el edificio del gremio o visitando a sus familiares. 

No era raro que algún viajero solitario se viera en la necesidad de abordar un tractomotor en alguno de sus encargos; en ese caso tenía que dejar sus paquetes en el compartimiento de carga e incorporarse a la tripulación mientras durara la travesía; si el paquete fuera otra persona, entonces su responsabilidad era sólo cuidar de ella. Sanfina miró las manos manchadas de carbón de los tripulantes y se sintió aliviada de no tener que incorporarse a ellos. No le agradaba palear carbón imbuido. 

Abordaron a través de una escalerilla de acceso, y bajaron por una trampilla a los compartimentos internos inferiores. Por dentro, el tractomotor parecía más pequeño de lo que era, los espacios se sentían improvisados y todo estaba ocupado por sacos, trastos o barriles. Las angostas aspilleras de las paredes dejaban pasar apenas suficiente luz para no tropezarse con los cachivaches y un olor a sudor cuajado mezclado con polvo de termita enrarecía el poco aire que lograba filtrarse del exterior. Llegaron al penúltimo compartimento del fondo y se acurrucaron cerca de una aspillera para tener aire y luz.

—Cómo van a mover este armatoste —preguntó Namia, mirando a su alrededor.

—No sé cómo funciona con exactitud. Debajo de nosotras, en el compartimiento del fondo, hay un almacén de carbón imbuido que utilizan para alimentar a la máquina que mueve las ruedas.

Namia miró al suelo e intentó asomarse por las rendijas de los tablones.

—Es como un molino de grano —continuó Sanfina—, pero en vez de ser movido por el viento o el agua, lo mueve la deomancia que se encuentra imbuida en el carbón, y eso hace girar las ruedas.

—¿Y cómo liberan la deomancia?

—Con fuego, el carbón reacciona al fuego. La deomancia imbuida incrementa esa reacción, así pueden mover algo tan grande. Por eso los deomantes son tan poderosos —dijo Sanfina con desprecio—. Su poder real proviene de la economía. ¿Te imaginas si no tuviéramos el carbón imbuido? ¿Cómo moveríamos las mercancías? Sin estos fuertes rodantes los Otros nos mantendrían sitiados en nuestras ciudades sin poder comerciar. Nosotros los viajeros solitarios somos insuficientes para mover todos los productos.  Los deomantes hacen posible nuestro modo de vida.

Viajera: Una Daga en la NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora