XIII Preciado Tesoro

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Al día siguiente su relación se enrareció. Namia parecía ser más cuidadosa con lo que decía y evitaba tocar demasiado a Sanfina. Se mostró pensativa mientras visitaban el Templo de los Cien Dioses. No pareció prestar mucha atención hasta que se detuvo frente al altar de la Amante. En el nicho se erguía la estatua tamaño real de una mujer desnuda, esculpida en delicado mármol rosa con vetas doradas que recorrían la roca como si fueran raíces. Sus facciones se parecían a las de Namia pero el cuerpo era mucho más maduro y frondoso, desbordante de la más sensual femineidad. A los pies de la estatua se amontonaban rollitos de pergamino y hojuelas de papiro dobladas. Eran mensajes para la diosa escritos por parejas enamoradas pidiendo por una relación duradera. Laureles de oro subían por los pilares que flanqueaban el nicho como si fueran enredaderas y llegaban hasta el arco que descansaba sobre las columnas. Una estrella esculpida en bajorrelieve coronaba la clave del arco.

—Quiero hacer una oración —dijo Namia.

Sanfina se alejó un poco para darle algo de intimidad. Afinó los oídos para tratar escuchar lo que le pedía a la diosa, pero los susurros eran demasiado bajos, o tal vez la Amante la estaba protegiendo.

Al caer la noche, cuando regresaron al gremio de viajeros y Sanfina se preparaba para irse al prostíbulo, Namia por fin sacó lo que llevaba meditando todo el día.

—Fina —titubeó. Namia estaba recostada en el colchón de paja, cubierta por el manto—. Si tuvieras una forma de contener tu maldición, no tendríamos que dormir a la interperie. Podríamos seguir pagando mi estancia en el gremio.

—Lo sé —Sanfina atrancaba la puerta, preparándose para irse al prostíbulo.

—No tendríamos que dormir como animales, podríamos comprar comida en el mercado en vez de cazarla. 

—Da igual. Hoy será nuestra última noche en el gremio. Mañana no habrá más dinero.

El rostro de Namia se ensombreció ante esa noticia.

—¿Si dejaras de ir al prostíbulo nos alcanzaría para dormir bajo techo hasta que llegue el tractomotor?

—Sí, todavía queda suficiente —respondió Sanfina, mientras sopesaba la bolsa de su cinturón—. Pero entonces mi maldición empezaría a carcomerme.

Namia guardó silencio un momento.

—Creo.. creo que puedo ayudarte a contenerla.

Sanfina, que estaba abriendo la ventana para saltar, se detuvo de golpe.

—¿Cómo?

—Puedo ayudarte con eso —repitió Namia con algo de temor en la voz—, para que no se acabe el dinero. Yo sé que tú y yo somos primas. Esto no afectará el cariño que nos tenemos. Sé que es sólo un impulso que no puedes controlar, algo que te forzaron con deomancia y debes apaciguar. Yo... bueno, yo soy mujer y... yo te podría ayudar a apaciguar ese instinto. No afectaría la opinión que tengo de ti.

Una embriaguez que jamás había sentido se apoderó de Sanfina. Todo su cuerpo comenzó  a temblar y resquebrajarse. Se apoderó de ella una sensación de incredulidad. ¿Estaba pasando esto de verdad o era un sueño? ¿La estaba malinterpretando?

—Yo te podría ayudar —continuó Namia—. Así no tendrías que gastar en más prostitutas —Se quitó el camisón y se acomodó para hacerle un espacio en el lecho—. Somos primas, estamos en confianza.

Con las piernas flaqueando y el corazón en el cuello, Sanfina cerró la ventana y se recostó en el colchón. Un hormigueo recorrió su cuerpo.

—Dime qué tengo que hacer y lo hago —titubeó Namia.

Sanfina no le dio indicaciones, sólo le dio un beso en la boca. Se concentró en sentir el calor esponjoso y húmedo de los labios y en saborear la lengua temerosa. Namia se asustó al principio, pero se tranquilizó. Sanfina lamió a su prima desde la boca hasta el pecho, deteniéndose en el cuello para cubrirlo de suaves besos. Se sumergió en un estupor afrodisiaco al suspirar el aroma pueril de aquel cuerpo. Cuando llegó a los pezones los succionó con suavidad. Namia reía con las mejillas sonrojadas ante las cosquillas que le provocaban los chupeteos. Para ella era como un juego, una travesura de niñas a escondidas de los adultos. La lengua de Sanfina siguió bajando cuando estuvo satisfecha con los senos. Al llegar al ombligo disminuyó la velocidad hasta un arrastre lento y exasperante por el vientre de Namia que le provocó un estremecimiento en las entrañas. Por fin se posó sobre el preciado tesoro. La vulva, carnosa y palpitante, estaba coronada por una fina capa de vellos púbicos que fluían hacia el clítoris. Hilillos de baba colgaban de los labios mayores. Namia metió la mano de forma instintiva cundo sintió la poderosa lengua masajeándola. Sanfina la apartó con gentileza, luego comenzó a besarle el sexo dulcemente. Namia movía las piernas incómoda y reía con nerviosismo, en el rostro sonrojado se reflejaba un atisbo de incredulidad ante lo que su propia prima le estaba haciendo o, mejor icho, ante lo que estaba permitiendo que le hiciera. Sanfina lamió, chupó y succionó. Exprimió sus jugos hasta que Namia pasó de las risitas a los suspiros. Dejó de intentar interponer la mano y agarró a Sanfina por los cabellos en un intento fallido de controlar la avalancha de placer que le estaba provocando. Una vez que estuvo a punto, Sanfina la envolvió con las piernas como si fuera una serpiente. En el centro de aquel abrazo las dos vulvas se encontraron. 

Sanfina temblaba con cada movimiento de la cadera. Su corazón se sacudía y lágrimas bajaban por las mejillas. Recorría con las yemas de los dedos la espalda baja de Namia, que se estremecía ante el tacto suave de las caricias. Le besaba la garganta para sentir el temblor de sus gemidos. Se ahogaba en un océano de sensaciones abrumadoras que la enloquecían, pero siguió frotando vigorosamente, sintiendo la caliente y cremosa vagina de su prima. 

La respiración de Namia aceleró y ella misma comenzó a mover las caderas entre espasmos. Los gemidos se volvieron gritos. Su vientre se tensó y un temblor se apoderó de la pelvis. Sanfina, maravillada, contempló a su prima tener un orgasmo como si estuviera presenciando un milagro divino. No perdió tiempo y aprovechó para besarla en la boca mientras se retorcía perdida en un laberinto de placer insoportable. Al poco tiempo llegó el turno a Sanfina. Frunció los labios en una mueca cuando los espasmos orgásmicos le revolvieron las entrañas y soltó un gemido largo y desesperado que se resquebrajó en múltiples suspiros temblorosos.

Cuando todo terminó, permanecieron abrazándose con las piernas hasta que se hundieron en un sueño profundo. Los días siguientes pudieron dormir en el gremio de los viajeros, comer verduras frescas del mercado y pasear por la ciudad sin preocuparse por dónde iban a pasar la noche. Sanfina tuvo la previsión de pagar de antemano el tiempo que quedaba para darle más seguridad a Namia.

Viajera: Una Daga en la NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora