XXI Incesto en el Río

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La risa de Namia la despertó, pero cuando abrió los ojos no la encontró por ningún lado. El sol ya estaba bien en lo alto, su luz penetraba por entre las copas de los árboles en columnas inclinadas. Êldogar tampoco estaba a la vista. Eso la puso en alerta. Se levantó de un salto, el corazón repicando a máxima velocidad, y los fue a buscar siguiendo las voces que traía el aire. Los encontró sentados en un tronco caído, platicando bajo la sombra de los árboles.

—Te veías cansada —dijo Namia entre risas—. Necesitabas descansar.

—Ya estoy despierta —contestó Sanfina con tono seco—. Vamos a desayunar que ya es tarde —le lanzó una mirada inquisitiva a Êldogar.

Namia, que fue la primera en despertar, había ido a recolectar para complementar el saco de provisiones. Encontró un nido de gallinetas de río y robó los huevos. También arrancó algunas matas de tomillo y hongos. Cocinaron los huevos en el rescoldo de la fogata, junto al pan de campo. Los hongos los asaron sobre una roca plana. Los huevos estaban suaves pero calientes, resoplaban vapor cuando se los llevaban a la boca. Las hojas de tomillo y el ligero sabor a carbón de hoguera les daban un sazón rústico complementado por el pan de fogata crujiente por fuera y esponjoso por dentro. Remataron con algunas semillas tostadas del saco de provisiones: avellanas, almendras y pistaches. Namia tenía el don de hacer una comida exquisita de cualquier puñado de ingredientes que se le diera y en las circunstancias más desfavorables. Por desgracia, Sanfina no pudo disfrutar del exquisito desayuno. Presenciaba amargada cómo su prima platicaba y reía con Êldogar, lanzándole miradas coquetas y éste le devolvía miradas cómplices. Tenía ganas de acabarse un odre de hidromiel de un solo trago.

En cuanto terminaron de comer se pusieron en marcha. Avanzaron dos días más. Sanfina era la primera en despertarse y la última en dormirse. Salieron del bosque, atravesaron los campos salpicados de árboles y cruzaron los afluentes del río Negro. Êldogar se esforzaba por no quedarse rezagado, seguía el paso firme de Sanfina quien parecía que huía de él. Namia terminaba cansándose y poco a poco se atrasaba hasta quedarse atrás, junto a Êldogar. Era entonces cuando Sanfina decretaba que necesitaban descansar. En los respiros, a la sombra de algún árbol, Namia platicaba con Êldogar ante la mirada furibunda e impotente de su prima. Poco antes del anochecer llegaron a las orillas del gran río Negro. El ferri de los tractomotores se encontraba unos kilómetros más al sur.

—Tenemos que apresurarnos para atravesar antes del anochecer. La manada sigue en los alrededores pero no cruzarán el río —dijo Sanfina.

—No nos dará tiempo de llegar —replicó Êldogar—, tanto Namia como yo estamos heridos. No avanzaremos tanto. Podríamos descansar aquí y cruzar mañana por la mañana. Sólo vimos rastros de exploradores antier en la noche.

Namia volteó a verla como suplicando.

Sanfina no dijo nada, asintió en silencio y comenzó a levantar el campamento. No le agradaba que Êldogar la contradijera en todo como si él fuera el líder. Ella era la viajera, Namia era el paquete y él era sólo un sobreviviente que habían rescatado. Por fortuna estaba tullido de los dos brazos así que no representaba un peligro. Había notado cómo las miraba a ambas, pero sobre todo a Namia; lo peor de todo es que ella lo miraba de la misma manera. Deseaba llegar lo más rápido posible a Dâeyvar para deshacerse de él. Tampoco podía hacer el amor con su prima en presencia de Êldogar, podría acusarlas de lesbianismo o incesto ante los magistrados. Las noches anteriores había reprimido sus impulsos pero ya no podía aguantar más. 

Deseaba a su prima con una intensidad incontrolable.

—Nami, necesito que me ayudes a recolectar leña para el fuego. Acompáñame.

Namia, que estaba excavando el agujero de la fogata, asintió y corrió detrás de ella. Êldogar se quedó reposando bajo un árbol, con los brazos inutilizados era un bulto. Bajaron por la ladera del río provocando pequeñas avalanchas de grava y se adentraron en los espesos matorrales de la ribera. Algunos arbolillos hacían sombra y el sonido del agua fluyendo resonaba en las cercanías. Namia se arrodilló para recoger algunas ramitas secas a los pies de un arbusto mientras canturreaba alguna canción campirana. Sanfina aprovechó para acercarse a hurtadillas y le metió la mano debajo del vestido para toquetearle las posaderas. Namia dio un suspiro del susto, dejó de buscar yesca y se quedó quieta con la mirada seria, rodillas y manos en el suelo y nalgas apuntando hacia arriba. 

Los brazos de Sanfina la envolvieron como un pulpo que va a devorar a su presa y recorrieron su cuerpo por debajo de la ropa hasta los pequeños senos colgantes. Sanfina los sobó, los pellizcó y los apretujó. Luego se inclinó sobre Namia y la besó en la nuca, el aroma del cabello le causó un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo hasta culminar en la vulva que ya estaba empapada y viscosa.  Los besos fueron subiendo por el cuello y la mejilla hasta la comisura de la boca. Le recogió el cabello que chorreaba por su espalda para poder admirarla. Namia tenía la mirada perdida en el horizonte, los ojos bien abiertos y el rostro congelado en una expresión pétrea, como si el alma estuviera en otro lugar.

Por desgracia no tenía tiempo para disfrutarla. Si tardaba mucho, Êldogar podría preocuparse e ir a buscarlas. Así que le levantó de un jalón el vestido y la dejó descubierta hasta el pecho con los faldones cubriéndole la cabeza. Desenvolvió el trapo íntimo de la entrepierna y admiró el cuerpo de Namia: las caderas redondas apuntaban al cielo acentuando su figura femenina que ya empezaba a brotar en aquel cuerpo aún pueril. El ano rosado palpitó al exponerlo al sol y las suaves piernas se cerraron por instinto para esconder el preciado premio que se escondía entre ellas. Sanfina hundió el rostro en las nalgas de su prima y dio un largo respiro siguiendo una línea desde el ano hasta la vagina, devorando el exquisito aroma salado y caliente que manaba de la entrepierna. Emborrachada ya por un estupor de depravación desenfrenada, lamió y chupó con tal ahínco que la boca se le entumeció un poco. 

Namia suspiraba, gemía y retorcía los dedos de los pies mientras Sanfina penetraba su cavidad rectal con la lengua, metiendo la punta dentro del intestino y sintiendo el sabor amargo de sus entrañas. Luego le succionó el clítoris rítmicamente, creando un vacío dentro de la boca para juguetear con él usando la lengua. Bebía los jugos y relamía las carnes en un frenesí animalesco. Aún así, Namia seguía con la expresión congelada y los ojos clavados al frente, aunque ahora estaban llorosos.

El celo de Sanfina llegó a su punto álgido. Despegó la cara, roja por la presión de las nalgas, y se bajó los pantalones. Namia tenía el rostro pegado al suelo pedregoso y las posaderas al aire. Sanfina se colocó encima de ella como si fuera un semental que monta una yegua. Maniobró para que se tocaran ambas vulvas y en esa posición comenzó a mover las caderas en círculos frotándose mutuamente. Estiró las piernas para que la gravedad la apretara más contra ella. Sus labios vaginales se apachurraban y exprimían jugos con la fricción. Los clítoris, en el centro de aquel remolino de carne babeante, se estimulaban con la presión que ejercía el peso de Sanfina sobre ellos. Los espasmos se apoderaron poco a poco del cuerpo de Sanfina. Apretó los puños y arqueó la espalda con la cabeza cayendo hacia atrás con el cabello barriendo el suelo. Los gemidos se intensificaron pero tuvo que reprimirlos para que no se escucharan. Luego vinieron los temblores incontrolables. Estaba cometiendo incesto con su propia prima, la misma con la que había convivido en la niñez. No podía pensar en otra cosa mientras el orgasmo le revolvía las entrañas. Incesto. Prima. Namia. Incesto.

Cuando todo acabó, Sanfina contempló a Namia por un momento, con la cara en la tierra y el culo en el aire. Inmóvil. Sintió una náusea que le subió a la garganta. ¿Cómo era posible que sintiera esos impulsos por ella? Había hecho el amor con alguien de su propia familia, de su propio sexo. ¿Qué estaba haciendo? Cuando eran niñas, Namia la admiraba y adoraba, ahora que la había sometido a esa clase de depravaciones, quién sabe qué pensara de ella.

El llamado de Êldogar en la lejanía la hizo espabilar. Ayudó a Namia a levantarse, ambas tenían los ojos llorosos.

Viajera: Una Daga en la NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora