III Una Sombra en la Noche

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Sanfina no había regresado ni una sola vez a Szeygird desde que se fue del pueblo hacía ocho años. No pensaba volver nunca, pero la carta la obligó a hacer una excepción. Cuando ella partió, Namia era apenas una niña pequeña, ahora tenía asuntos importantes que requerían de su presencia en Dâeyvar. ¿Qué clase de asuntos serían tan importantes?

La casa de sus tíos quedaba fuera de la empalizada, en el exterior del poblado. Se cubrió con la capucha y se dirigió a los portones del pueblo. Los edificios seguían siendo iguales a como los recordaba. Las mismas puertas, manchones, señales de desgaste. Se movía por la penumbra con la naturalidad de un gato. La capa negra que llevaba puesta difuminaba su figura como si fuera una sombra sin dueño. No estaba tratando de pasar desapercibida, así era su forma de andar. El único rastro que dejaba tras de sí eran sutiles huellas de pies descalzos en el lodo. 

Llegó a los portones, la empalizada se alzaba robusta cerrando el paso al horizonte. En las noches merodeaban los Otros en las afueras de los pueblos. El guardia nocturno se sobresaltó cuando Sanfina lo llamó, volteó desorientado hacia todos lados iluminando los alrededores con su lámpara de aceite hasta que dio con ella. Se apresuró a quitar el travesaño y a empujar los pesados portones de madera para abrirle paso al exterior.

—Por favor no vague en las afueras, súbase a su casa lo antes posible —le indicó el guardia en tono serio.

Ella asintió sin decir palabra.

—Espera. 

Sanfina levantó una ceja. El guardia levantó su lámpara para ver mejor.

—¿Sanfina? ¿eres tú?

Ella lo reconoció también.

—C... ¿Caaldornig?

El guardia sonrió emocionado, Sanfina se notaba incómoda.

—¿Volviste a Szeygird? ¿Qué ha sido de ti? —Caaldornig caminó hacia ella con rapidez para anclarla en una conversación.

—Yo... sólo vengo de paso.

De todas las personas con las que se podía topar tenía que haber sido Caaldornig. De chico siempre la seguía y quería participar en sus ocurrencias de niña ociosa, pero a ella le parecía tan convencional, tan aburrido, que sólo tenerlo cerca le provocaba hartazgo.

—¿Llevas mucho tiempo en el pueblo? —preguntó Caaldornig.

Ahora lo tenía de frente con los brazos abiertos esperando un abrazo, la lámpara depositada en el suelo. De improviso una mueca de espanto se dibujó en su rostro. Enfocó la mirada detrás de ella al tiempo que se llevaba la mano al mango de la espada. Sanfina se percató que algo andaba mal. Se agachó y se giró para ver lo que había detrás mientras desenvainaba su daga oculta. Un hacha pasó zumbando sobre su cabeza. Ella la esquivó a duras penas y clavó la daga sobre la sombra que la blandía. La criatura berreó de dolor y el hacha cayó al piso. Caaldornig dio el remate final atravesando el cuello del atacante con una estocada.

—Maldita sea —gruñó Caaldornig—. ¡Son los Otros! Ayúdame a cerrar el portón antes de que entren más. ¡Vamos!

Se dio la vuelta todavía dándole instrucciones a Sanfina sin percatarse de que ella corría ya en la dirección contraria, fuera del pueblo, rumbo a la espesura de la oscuridad más allá de los portones y las antorchas.

La hoja de la daga escurría sangre caliente. No podía ver a los Otros pero los escuchaba en la oscuridad. Estaban dispersos y no eran muchos. No parecía ser una banda de machos ni una manada, tal vez eran exploradores. Ella estaba acostumbrada a lidiar con esas criaturas, así que no necesitó replegarse tras la empalizada. Se movía con la discreción y la gracia de un búho nocturno. Los gruñidos, los chasquidos, las pisadas y los olfateos de los Otros catando el aire por víctimas eran los únicos sonidos en la noche. Varias torres de madera apoyadas sobre columnas de troncos salpicaban los alrededores del poblado. En la punta de cada torre había una cabaña, eran los hogares de los que vivían fuera de la empalizada. Tenían que construirlas sobre soportes altos como si fueran atalayas para evitar el acoso nocturno de esas temibles criaturas. Las pocas ventanas que estaban iluminadas se fueron apagando conforme los sonidos de las criaturas se hacían presentes. 

Sanfina se desplazaba entre los soportes de troncos como si se tratara de un bosque, pero, por más que fuera cuidadosa al andar, los Otros le cerraban el paso poco a poco. Su olfato era más preciso que la visión de un águila. Sintió una presencia cerca de ella, agazapada detrás de una de las columnas de madera, esperando para emboscarla. Antes que la criatura pudiera reaccionar, la apuñaló con un golpe sorpresivo justo en el pecho. El Otro se desplomó como un bulto. Siguió avanzando entre los soportes, envuelta en su capa negra, hasta que llegó a la torre indicada. Se quitó el cinturón y lo utilizó para escalar por uno de los troncos de soporte. Subió hasta una distancia segura sin hacer ruido alguno. Cuando estuvo a suficiente distancia del suelo dio unos golpecitos a la madera con el mango de la daga.

—Soy yo —su voz era una mezcla entre un grito y un susurro—. Soy Fina, ábranme.

Tras unos segundos una sombra se asomó de la ventana y una escalerilla descendió desde la casa hasta una plataforma un poco más abajo. La plataforma tenía a su vez unas escaleras colgantes que daban al suelo, pero estaban recogidas para impedir que alguien subiera. Sanfina escaló hasta la plataforma y de allí tuvo acceso a la escalerilla.

Viajera: Una Daga en la NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora