XVIII Tras la Catástrofe

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Las gotas de lluvia se filtraban por las grietas de la torre y golpeaban la mejilla de Sanfina. Los huesos le dolían y su boca sabía a hierro. Abrió los ojos, estaba oscuro. La lluvia entraba desde el umbral de la puerta. Se percató que estaba tumbada debajo de unos sacos de provisiones, los apartó con dificultad y revisó que su cuerpo no estuviera maltrecho. Estaba magullada pero no parecía nada grave. Trató de recordar lo que había pasado: intentaba avisar a la guarnición de la torre que desatrancaran la puerta mientras los demás se encargaban de despejar popa de los últimos Otros. Golpeaba el picaporte gritando que ya no habían enemigos en cubierta, cuando escuchó un estruendo repentido y se sintió aplastada contra la puerta por una fuerza enorme. Los goznes cedieron y la puerta se abrió hacia atrás proyectándola hacia adentro de la torre, contra la pared opuesta. Por suerte, parte de la fuerza la habían absorbido las bisagras y no sufrió heridas graves al estrellarse. Todas las provisiones que estaban guardadas ahí dentro le cayeron encima. 

Se levantó tambaleante y miró a su alrededor. Cajas rotas, ánforas quebradas y sacos desgarrados yacían en el suelo con sus contenidos desparramados obstruyendo el paso. Las paredes no estaban alineadas y el piso estaba inclinado. La torre crujió, se escuchó madera fracturándose y el suelo se hundió un poco más. El choque tenía que haber sido frontal y catastrófico. La torre se había inclinado con la fuerza del impacto y podría derrumbarse en cualquier momento, los que luchaban en cubierta seguramente habían salido proyectados hacia adelante y estarían tirados hechos jirones varias decenas de metros frente al tractomotor. Abajo, los compartimientos debían ser un cementerio de cadáveres apachurrados y triturados por vigas y tablones. Sólo los que estaban en la torre tuvieron posibilidades de salvarse pues ésta amortiguó parte del impacto al inclinarse. 

Namia estaba en la torre. 

Ese pensamiento la insufló de fuerzas y subió a tientas por las escaleras. "Maldita sea, se supone que estábamos preparados" pensó, mientras se abría paso por la escalera desbaratada rumbo al piso de la armería. En cada nivel se escuchaba el desastre que había provocado el choque: los que habían sobrevivido se retorcían, y gritaban de dolor, pero no tenía tiempo para ayudarlos. Tenía que llegar al balcón. Escupió sangre y apretó el paso para subir más rápido. Se detuvo de golpe en el piso de la armería, ahí oyó un gemido conocido: Namia. Estaba tirada boca abajo en un rincón. Por suerte las lanzas se encontraban en sus estanterías lo que impidió que salieran volando y la atravesaran, pero había multitud de cascos dispersos por el piso que la habían golpeado al salir volando. Al voltearla boca arriba notó que su rostro tenía varios moretones y sangraba de la nariz. Abrió los ojos, mejor dicho, el ojo que no estaba inflamado, y abrazó a Sanfina entre sollozos. Ella la increpó para que se levantara, no había tiempo para sentimentalismos.

—La torre podría derrumbarse en cualquier momento, la manada no tardará en llegar para depredar los restos. Tenemos que irnos ya.

Se escucharon unos quejidos provenientes del balcón de la armería.

—Êldogar —susurró Namia con dificultad—. Tenemos que ayudarlo.

Êldogar se encontraba disparando flechas en el balcón del vigía cuando sucedió el impacto, al parecer se había sujetado a los barandales en el último segundo. El choque no lo había lanzado por los aires, pero la inercia le había torcido los brazos alrededor de los barrotes que abrazaba. Namia se acercó para ayudarlo, Sanfina oteaba los alrededores. No podía ver a los Otros en la espesura de la noche pero sabía que estaban cerca. La lluvia era ya tan solo un repiqueteo, lo que le permitió afinar sus oídos mejor. Pudo escuchar el sonido de la manada acercándose a toda prisa, persiguiendo el tractomotor. No habían avanzado demasiado cuando se estrellaron.  Estarían aquí en cualquier momento. Desde el balcón podía verse contra qué habían chocado: un bosque de robles antiguos y bien enraizados. Los árboles absorbieron el golpe de forma paulatina, como una esponja, lo que hizo que el tractomotor no se desbaratara por completo y permitió sobrevivir a los de la torre. 

—Ayúdame, Fina —gruñó Namia mientras se esforzaba por levantar a Êldogar por el hombro. Al parecer se había roto algo.

Juntas cargaron al viajero por los brazos. Cuando bajaron, con mucha dificultad, al siguiente piso, Sanfina se dio cuenta de que no les iba a dar tiempo de escapar. Todavía faltaban otro tres niveles y ya escuchaba los aullidos de los otros en la cercanía.

—No podemos dejarlo —increpó Namia al borde del llanto—. Él me protegió.

Aquel comentario corroyó las vísceras de Sanfina, pero no podía darse el lujo de distraerse con sus inseguridades. Con o sin él no les daría tiempo de huir, tampoco había dónde esconderse. Se escuchó el golpear de hachas sobre madera, estaban usándolas para escalar por los costados del tractomotor. Recostó a Êldogar en el piso con suavidad.

—Esperen aquí —le ordenó a Namia.

Viajera: Una Daga en la NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora