El camino a casa lo recorrí con una enorme sonrisa, de esas que nacen sin pedir permiso. Estaba tan emocionada con el par de noticias favorables que recibí esa noche que creí que nada podía desvanecer mi alegría. Pero me equivoqué, porque cuando distraída giré la llave y lo primero que me recibió fue la cara de papá sentí que toda mi felicidad se esfumó por arte de magia.
Este truco se llama, conflictos familiares.
Apreté los labios, sin disimular mi malestar. Compartimos una fugaz mirada antes de fingir que no había reparado en su presencia, pasé a su lado sin mirarlo dispuesta a subir corriendo a mi cuarto. Sin embargo mi actuación para convencernos éramos invisibles uno del otro, no funcionó.
—¿Cómo te fue en el trabajo, Dulce?
Escuché su voz a mi espalda cuando estaba en el segundo escalón. Mi primer impulso fue ignorarlo, pero algo dentro de mí apagó mi razón. Mis dedos se sostuvieron con fuerza del barandal.
Evitaba a papá todo el tiempo por una razón...
—No te ofendas, pero no creo que te interese —escupí sin contenerme.
Despertaba el monstruo dentro de mí.
—Dulce, no me gusta que me hables así —suspiró sin perder el temple. Había cansancio en su voz, de ese que se acumula tras perder cada batalla.
Una punzada de culpa me atravesó, porque sabía que tenía parte de razón, pero la lógica no fue más fuerte que mi resentimiento. Cerré los ojos, respiré hondo sin reconocerme, en voz baja me ordené mantener la calma, no perder la cabeza...
—Tienes razón —concedí a mi pesar—, solo no hablemos, ¿de acuerdo? —le pedí igual de agotada de vivir en ese círculo vicioso—. Es lo mejor para todos.
Tal vez quiso protestar o no, no lo sé porque subí deprisa sin deseos de seguirlo escucharlo. Conociéndome sabía que no podría soportarlo mucho más. Mi relación con él se había muerto desde la raíz, no quedaba nada, no podía salvarse y cada que se esforzaba por retomarla solo terminaba lastimándonos más. Hay heridas que no pueden cicatrizar.
Con el ánimo por el suelo, sintiéndome un asco de persona por mi comportamiento, pero sin la fuerza para cambiarlo, me recargué en la puerta echándole un vistazo a mi solitaria habitación. Mi corazón se arrugó al dar con la imagen de mamá, me esforcé por darle una débil sonrisa. A ella no le gustaba verme triste.
Dejé la mochila en una silla, repleta de ropa que debía echar a la lavadora, antes de sacar las monedas de propinas que ganamos esa noche. No era una fortuna, pero significaba mucho para mí. Al costado de su retrato había un par de tarros grandes de cristal, cada uno con un propósito distinto.
Dividiéndolas en dos lancé una parte en el que se asomaba una fotografía de Chayanne y el resto lo dediqué al que tenía garabateado "mi nuevo hogar". Hogar. La palabra volvió pesado el aire. Extrañando lo que alguna vez tuve crucé los brazos sobre la cómoda estudiando nostálgica los centavos. Comprobé lo lejos que estaba de alcanzarlo. Suspiré, a veces me sentía atrapada, desesperada por huir, pero sin saber a dónde ir.
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Un dulce y encantador dilema
Teen FictionDulce ama a Chayanne. Después de sus intentos fallidos por convertirse en su esposa, su asistente y la cuidadora de su perro, decide ponerse una meta más realista: asistir a uno de sus conciertos. Con el tiempo en contra y determinada a cumplir su s...