IV: El callejón Diagon

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El tiempo pasó volando y llegó el momento de comprar todo lo pertinente para el regreso a clases. Se acordó que el chico se reuniría con los Weasley y unos coches especiales del ministerio de la magia los llevarían con una escolta para mayor seguridad. Bellatrix mostró interés en ir, ya para no quedarse sola en la casa, ya para rememorar cómo se sentía caminar por allí. Sin embargo la orden no consideró permitirlo y ordenó a la bruja permanecer en el cuartel y no causar problemas.

Harry llegó a la madriguera la noche anterior con la idea de pasar ese tiempo con sus amigos antes antes de que las vacaciones acabasen y por la mañana mientras desayunaban, Bill, que iba a quedarse en casa con Fleur (de lo que Hermione y Ginny se alegraron mucho); le pasó a Harry una bolsita llena de dinero por encima de la mesa. Este agradeció y se lo metió en el bolsillo.

—¿Y el mío? —saltó Ron, con los ojos como platos. 

—Ese dinero ya era suyo, idiota —replicó Bill—. Te lo he sacado de la cámara acorazada, Harry, porque ahora el público tarda unas cinco horas en acceder a su oro, ya que los duendes han endurecido mucho las medidas de seguridad. Hace un par de días, a Arkie Philpott le metieron una sonda de rectitud por el... Bueno, créeme, es más fácil así. 

—Gracias, Bill —dijo Harry, agradeciendo no tener los detalles de lo que había ocurrido a Arkie Philpott. 

Siempge tan atento —le susurró Fleur a Bill con adoración mientras le acariciaba la nariz. Ginny, a espaldas de Fleur, simuló vomitar en su cuenco de cereales; Harry se atragantó con los copos de maíz y Ron le dio unas palmadas en la espalda.

Hacía un día oscuro y nublado. Cuando salieron de la casa abrochándose las capas, uno de los coches especiales del Ministerio de Magia, en los que Harry ya había viajado, los esperaba en el jardín delantero. 

—Qué bien que papá nos haya conseguido otra vez un coche —comentó Ron, agradecido, y estiró ostentosamente brazos y piernas mientras el coche arrancaba y se alejaba despacio de La Madriguera. Bill y Fleur los despidieron con la mano desde la ventana de la cocina. Ron, Harry, Hermione y Ginny iban cómodamente arrellanados en el espacioso asiento trasero del vehículo. 

—Pero no te acostumbres, hijo, porque todo esto sólo se hace por Harry —le advirtió el señor Weasley, volviéndose para mirarlo. Su esposa y él iban delante, junto al chófer oficial; el asiento del pasajero se había extendido y convertido en una especie de sofá de dos plazas—. Le han asignado una protección de la más alta categoría. Y en el Caldero Chorreante se nos unirá otro destacamento de seguridad.— Harry no comentó nada, pero no le hacía mucha gracia ir de compras rodeado de un batallón de aurores. Se había guardado la capa invisible en la mochila porque suponía que si Dumbledore no tenía inconveniente en que la usara, tampoco debía de tenerlo el ministerio; aunque, ahora que se lo planteaba, tuvo sus dudas de que estuvieran al corriente de la existencia de esa capa. 

—Ya hemos llegado —anunció el chófer tras un rato asombrosamente corto, al tiempo que reducía la velocidad en Charing Cross Road y detenía el coche frente al Caldero Chorreante—. Me han ordenado que los espere aquí. ¿Tienen idea de cuánto tardarán?

—Calculo que un par de horas —contestó el señor Weasley—. ¡Ah, ahí está! ¡Estupendo!— Harry imitó al señor Weasley y miró por la ventanilla. El corazón le dio un vuelco: no había ningún auror esperándolos fuera de la taberna, sino la gigantesca y barbuda figura de Rubeus Hagrid, el guardabosques de Hogwarts, que llevaba un largo abrigo de piel de castor. Al ver a Harry, sonrió sin prestar atención a las asustadas miradas de los muggles que pasaban por allí. 

—¡Harry! —bramó, y en cuanto el muchacho se bajó del coche, lo abrazó tan fuerte que casi le tritura los huesos—. Buckbeak... quiero decir Witherwings... ya lo verás, Harry, es tan feliz de volver a trotar por ahí... 

Sí, Yo maté a Sirius BlackDonde viven las historias. Descúbrelo ahora