VII: La casa de los Gaunt

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En las clases de Pociones del resto de la semana, Harry siguió poniendo en práctica los consejos del Príncipe Mestizo siempre que diferían de las instrucciones de Libatius Borage, de modo que en la cuarta clase Slughorn ya deliraba sobre las habilidades de Harry y aseguraba que pocas veces había tenido un alumno de tanto talento. Esas alabanzas no les hacían ninguna gracia a Ron y Hermione. Pese a que Harry les había ofrecido compartir su libro, a Ron le costaba mucho descifrar la caligrafía del misterioso príncipe y Harry no podía leerle en voz alta todo el rato, porque habría levantado sospechas. Por su parte, Hermione se mantuvo firme y siguió trabajando con lo que ella denominaba «instrucciones oficiales», pero cada vez estaba más malhumorada porque éstas daban peores resultados que las del príncipe. De vez en cuando, Harry se preguntaba quién habría sido ese personaje. Aunque la cantidad de deberes que les mandaban le impedía leer de cabo a rabo su ejemplar de Elaboración de pociones avanzadas, lo había ojeado lo suficiente para comprobar que apenas quedaba una página que no contuviese anotaciones al margen. Pero no todas estaban relacionadas con la elaboración de pociones, sino que algunas parecían hechizos inventados por el propio príncipe. 

—O por «ella» —puntualizó Hermione después de oír cómo Harry le exponía esas ideas a Ron en la sala común, el sábado después de la cena—. A lo mejor era una chica. Creo que la letra parece más de chica que de chico. 

—Firma «el Príncipe Mestizo» —le recordó Harry—. ¿Cuántas chicas conoces que sean «príncipes»? —Hermione no supo cómo rebatir ese argumento, así que se limitó a fruncir el entrecejo y retirar su redacción «Los principios de la rematerialización» del alcance de Ron, que intentaba leerla al revés. Harry miró la hora en su reloj y guardó el misterioso libro en su mochila.—Son las ocho menos cinco, tengo que irme o llegaré tarde a mi cita con Dumbledore. 

—¡Oh! —exclamó Hermione, agrandando los ojos—. ¡Buena suerte! Te esperaremos levantados, estamos ansiosos por saber qué quiere enseñarte. 

—Que te vaya bien —dijo Ron, y los dos se quedaron mirando cómo Harry salía por el hueco del retrato.

Harry recorrió los desiertos pasillos en  soledad, hasta que al doblar un recodo debió esconderse tras una armadura porque la profesora Trelawney (quien cargaba un potente olor  jerez para cocinar) pasaba por ahí mientras mezclaba una maltratada baraja de cartas y murmuraba cosas sin sentido conforme sacaba alguna.

Tras comprobar que la profesora se había marchado, echó a andar a buen paso hasta el lugar del pasillo del séptimo piso donde había una única gárgola pegada a la pared. 

—Píldoras ácidas —dijo Harry. La gárgola se apartó y la pared de detrás, al abrirse, reveló una escalera de caracol de piedra que no cesaba de ascender con un movimiento continuo. Harry se montó en ella y dejó que lo transportara, describiendo círculos, hasta la puerta con aldaba de bronce del despacho de Dumbledore. Llamó con los nudillos. 

—Pasa. 

—Buenas noches, señor —saludó al entrar en el despacho del director. 

—Buenas noches, Harry. Siéntate —dijo Dumbledore, sonriente—. Espero que tu primera semana en el colegio haya resultado agradable. 

—Sí, señor. Gracias. 

El despacho, de forma circular, ofrecía el mismo aspecto de siempre: los frágiles instrumentos de plata, zumbando y humeando, reposaban sobre las mesas de delgadas patas; los retratos de anteriores directores y directoras de Hogwarts dormitaban en sus marcos; y el magnífico fénix de Dumbledore, Fawkes, estaba en su percha, detrás de la puerta, observando a Harry con gran interés. Tampoco se apreciaba que Dumbledore hubiera apartado los muebles para realizar prácticas de duelo.

Sí, Yo maté a Sirius BlackDonde viven las historias. Descúbrelo ahora