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Callie

Cuando conocí a Devon Brennan nunca pensé que me encontraría deseando tenerle a mi lado.

Me parecía arrogante y bastante creído, y supongo que él no tenía mejor impresión de mí.

Mientras que yo era retraída y me encantaba ocultarme tras los libros esperando a que nadie me notase, Devon era todo lo contrario.
Y precisamente ser polos opuestos fue lo que hizo que terminásemos juntos en una biblioteca a última hora de la tarde dos veces por semana.
Me convertí en su tutora.

Supongo que ya que voy a contar esta historia, lo mejor es hacerlo desde el principio, y eso significa remontarme al primer día de clase, cuando yo, Callie Alexander conocí a Devon Brennan.

La semana había sido un completo desastre, comenzando por la mudanza, cuando el camión que cargaba con todas mis cosas sufrió un pequeño percance y retrasó la entrega casi cinco días, en los que me había visto obligada a comprar un colchón hinchable incomodísimo y unas sábanas que me provocaban picores. Y por descontado algo de ropa e higiene personal.

Por supuesto eso no era todo. Como no quería gastar dinero en utensilios de cocina que ya tenía, estuve básicamente alimentándome de ramen instantáneo y Burguer King. No me juzguéis.

El caso es que durante esos cinco días, viví en un diminuto apartamento únicamente con la compañía de mi gato, Lucifer. Tampoco me juzguéis por eso. Elegí el nombre sabiamente.
La pequeña bola de pelo negro absorbía mi alma cada vez que clavaba esos ojos dorados en mí, sin embargo era una monada y adoraba al pequeño engendro del mal.

Total, que cuando finalmente llegaron mis cosas, tardé casi dos días en colocarlo todo tal y como me gustaba.
Finalmente podría centrarme en lo importante. Mis estudios.

El lunes siguiente desperté antes de que sonase la alarma y con cuidado de no despertar a Lucifer de su sueño de belleza, salí de la cama y me metí en la ducha

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El lunes siguiente desperté antes de que sonase la alarma y con cuidado de no despertar a Lucifer de su sueño de belleza, salí de la cama y me metí en la ducha.

Me había asegurado de tenerlo todo preparado la noche anterior.
La ropa perfectamente planchada y colgada detrás de la puerta de mi habitación. Los zapatos lustrosos y acomodados en su lugar.

Después de humectar mi piel con una loción con olor de mango que me daba ganas de comerme a bocados, caminé hacia la cocina, aun envuelta con la toalla para encender la cafetera y coloqué dos rebanadas de pan dentro de la tostadora.

Desayuné tranquilamente mientras me deslizaba a través de mi teléfono comprobando mi lista de tareas pendientes.
Odiaba dejar cosas al azar por lo que mi día a día solía estar programado.

A las ocho en punto, me vestí, maquillé y cogí mi portátil junto con los libros que necesitaría a lo largo del día y salí de casa.

Este iba a ser mi último año.
Una vez me graduara, tendría libertad para hacer lo que quisiera.
Había peleado durante dos largos años hasta lograr dejar la casa en la que crecí.
Mantuve un trabajo a la par que estudiaba, tratando de que mis calificaciones no bajaran y lo conseguí.
Ahora vivía por mi cuenta, sin la constante presión que había recaído sobre mis hombros desde los dieciséis.

Imperfecto romanceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora