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Devon

Golpeé la puerta con los nudillos para avisarla de que ya estaba allí.
Cuando nuestros ojos se encontraron prácticamente me tragué mi propia lengua.

No sabía que hacer con la manera en la que mi cuerpo reaccionaba a ella. Era inexplicable.

—¿Estás listo?

¿Para estudiar? A pesar del cansancio, sí, lo estaba.
¿Para estar con ella a solas?
No creía que nunca lo estuviera.

—Por supuesto.

—De acuerdo. Te he preparado algunas cosas que pueden ayudarte.

Extendió unas tarjetas hacia mí llenas de fórmulas que solo lograban darme dolor de cabeza.

—Esto es para que te vayas familiarizando con ellas. Vamos a repasar juntos todo aquello que te sea más difícil, sin embargo toda ayuda es bienvenida, de modo que estudia también esas tarjetas. Te serán de utilidad.

Asentí y saqué mis libros y cuadernos para poder empezar cuanto antes.

Como dijo, empezamos repasando punto por punto el temario que habíamos dado desde que empezó el curso.
Callie tenía una manera de explicar las cosas que se me hacía sencillo comprender todo lo que salía de sus labios.

Tomé algunas notas para repasar más tarde y ella respondió a todas mis dudas, incluso cuando tuvo que repetírmelas un par de veces.

Para cuando nos dimos cuenta, eran casi las nueve y media y la biblioteca cerraba treinta minutos más tarde.

—Muchas gracias por ayudarme con esto, Callie. Realmente necesito mantener esta beca y no voy a poder hacerlo si las cosas no mejoran.

Vi el momento exacto en el que sus mejillas enrojecieron.
No parecía alguien acostumbrada a los alagos y saber eso por algún motivo me hizo sonreír. Saber que yo podía darle algo que no le daba nadie más.

—De acuerdo. Entonces nos veremos de nuevo el próximo día.

Recogimos nuestras cosas y mi mirada no dejaba de desviarse hacia ella, pese a lo mucho que intenté evitarlo.
Debió darse cuenta porque sus movimientos empezaron a volverse torpes y acabó tirando algunos de sus marcadores al suelo.

Apresurándome a su lado, me agaché para ayudarla.
Si su cercanía solía desestabilizarme, en ese momento fue mucho peor cuando tomé aire y un olor dulce y afrutado me envolvió.

—Mango —me encontré diciendo cuando creía que las palabras estaban en mi mente.

—Es una loción. Me la pongo a diario porque me encanta.

Tuve que morderme la lengua para evitar decirle lo mucho que me apetecía morderla para comprobar si sabía igual que olía.

—Huele bien.

—Gracias.

Mantuvimos el silencio hasta que cruzamos las puertas de la biblioteca y vimos que estaba lloviendo con fuerza.
Ninguno de los dos se había dado cuenta mientras estábamos dentro, ya que la sala en la que nos encontrábamos carecía de ventanas.

—Parece que habrá que correr. ¿Dónde tienes el coche?

—No he venido con él. Vivo cerca.

—Bueno, voy a acercarte a casa. No puedo dejar que te vayas con la que está cayendo. Podrías hacerte daño o acabar resfriada.

—Te lo agradezco. ¿Dónde has aparcado tú?

—En la entrada. Junto a la cafetería.

Eso quería decir que íbamos a tener que mojarnos bastante hasta llegar.

—Voy a correr hasta allí y coger el coche. Quédate dentro y espera a que llegue.

No le di tiempo a responder. Dejé mis cosas con ella y corrí a través del camino.

Apenas podía ver lo que había frente a mi debido a todo el agua que me caía sobre los ojos, pero era un tipo rápido y en menos en diez minutos localicé mi coche, el único que quedaba allí y me apresuré a entrar y encender la calefacción.

Conduje a través del aguacero y me planté en la biblioteca poco después.

Agradecí mentalmente que ella me hubiese hecho caso y hubiera esperado en el interior, por lo que me bajé del coche y corrí hacia la entrada.

Tal y como entré fue fácil verla, no solo por que no debería quedar mucha gente dentro, sino por lo mucho que destacaba.

Estaba hablando con un chico y parecía bastante cómoda con él lo que no me gustó para nada.

No le reconocí pero supuse que debían compartir algunas clases.

—¿Estás lista?— pregunté acercándome a ellos.

De nuevo mostró ese sonrojo precioso cuando me miró.

—Si. Dios mío, Devon. Debes estar muriéndote de frío— respondió al darse cuenta de mi ropa empapada.
La encargada del lugar no estaría feliz cuando viese el reguero de gotas de agua que había dejado a mi paso.

Cogí mis cosas, y tomé su mano en un acto completamente egoísta por mi parte, pero dejando claro al desconocido sonriente que no tenía ninguna oportunidad con ella si el modo en que la miraba significaba lo que yo creía.

—Nos vemos Gavin.

Si. Hasta nunca, Gavin.

Una vez dentro del coche me alegré de haber puesto antes la calefacción porque pese a que ella no se había mojado mucho, la noche estaba fría y el suspiro que salió de sus labios en cuanto se sentó en el asiento junto al mío lo dejó claro.

—¿Dónde vives?

—Saliendo a la izquierda. Son solo unas pocas calles.

Apreté el volante cuando el pensamiento de ella caminando sola a esas horas cruzó mi mente.
Si no hubiese estado lloviendo posiblemente es lo que hubiese terminado haciendo. Y yo ni siquiera me habría dado cuenta.

—Voy a llevarte a casa cada vez que quedemos como hoy. No dejaré que camines sola de noche.

—No es ningún problema, Devon. Hago esto a menudo.

Si, bueno, esa respuesta no me convenció.

—¿Cuántas veces es "a menudo"?

—No sé. Depende. Tres o cuatro veces a la semana quizá.

—Bueno, eso no va a pasar de nuevo. Si vas a quedarte hasta tarde, avísame.

—Ya te dije que no es un problema para mí. Además, ¿que pasará los días en que juegues fuera? Porque sé que hacéis eso algunas veces.

Quise sonreír por un momento porque ella había investigado un poco acerca del deporte que yo practicaba, pero no quería quitarle importancia a su seguridad.

—Lo hacemos, y esos días puedes irte a casa mientras aun es de día, pero si estoy cerca, puedo llevarte.

—No tienes que hacer eso.

—Es verdad. Sin embargo, quiero hacerlo.

—Bien.

Algo me decía que solo había dicho esto para apaciguarme, pero lo tomaría por ahora.

Una vez en su casa, se volvió hacia mi mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad.

—Gracias por el viaje.

—No hay de qué.

Esperaría hasta que bajara del coche y entrase para irme, pero eso cambió cuando algún idiota con prisa la hizo caer al suelo y ni siquiera se detuvo para ayudarla o disculparse.

Salté del coche y corrí hacia ella para levantarla y luego la acompañé hasta la puerta.

Cuando se quejó al apoyar el pie derecho, ni siquiera lo pensé. La cogí en brazos y subí las escaleras con ella.

Cuando llegamos frente a su puerta, mi ceño se frunció. Salía agua por debajo.

—¡Oh, Dios mío! ¡Lucifer!

Abrió la puerta lo más rápido que pudo y antes de darme cuenta una bola peluda negra y mojada se abalanzó sobre mí.




Imperfecto romanceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora