Capítulo 21. Dos ciervos.

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Mis manos estaban manchada de sangre cada vez que cerraba los ojos.

Por más que intentaba meterlas bajo el agua, era incapaz de limpiarlas.

Nunca había agarrado un arco.

Su madera era fuerte, haciendo que el agarre en su empuñadura fuera cómodo y ligero.

Me daba confianza.

Se curvaba con delicadeza, como las hipnóticas caderas de una mujer al bailar, cálidas y bellas.

La cuerda estaba tensa, tanto, que al tocarla parecía que iba a hacer música. Como un arpa lista para la actuación.

No sabía como algo tan bello podía sumergir en la oscuridad a una persona con un simple movimiento.

El lugar era cálido, familiar incuso.

El camino era suave, como una alfombra aterciopelada y verde como la hierba mojada.

Era invierno y los árboles habían perdido sus hojas, pero continuaban erguidos, brindando el lugar con la elegancia típica del bosque.

Al final de todo aquello, justo al lado de la montaña, había un lecho de flores silvestres donde descansaban, con una tranquilidad envidiable, una pareja de ciervos.

Estaba oscuro, pero era imposible no verlos: Parecían que brillaban con luz propia, iluminando cada pétalo que los rodeaban.

Ambos dirigen su mirada hacia mí, sobresaltados pero alegres por mi presencia.

No veían mi arco descansando en mi espalda.

¿Como eran incapaz de verlo?

El macho, de astas magulladas pero poderosas, se levanta de su cama y camina, de forma decidida pero lenta, hacia mí.

"No te acerques" Quise decirle desde el interior de mis pensamientos con cada paso que avanzaba, retando a mi propio interior.

Saqué el arma. Ahora pesaba más que la primera vez que lo agarré y su empuñadura se clavaba en la palma de mi mano.

Miré sus ojos vidriosos apenado por su inocencia.

¿Era incapaz de ver que no era como ellos?

Tensé el arco y apunté justo en su pecho.

Mis manos temblaban, y con ellas, la punta de la flecha. Tartamudeando en sus palabras.

El animal se detiene frente a mi, como si quisiera abrazar a su propio cazador.

"Detente, por favor... Huye".

Mi voz no quería salir, no podía.

Cierro los ojos y dejo que la flecha escape de entre mis dedos.

El ciervo abre los suyos, fruto de la sopresa y del atormentante dolor que le recorre el cuerpo, pero termina su vida con calma. Sonríe y me acaricia la mejilla mientras se desploma lentamente ante mí.

Detengo su caída, aún sin comprender exactamente que había hecho.

El otro ciervo se levanta sobresaltado al ver como mis manos se manchan de sangre, intentando buscar alguna salida en aquel tormentoso infierno.

Mi cuerpo comienza a temblar al asimilar lo que había pasado. Las náuseas me inundan y solo quiero llorar a pesar de que todo mi ser me lo impide, ardiendo como un incendio que quema el entorno y lo sume entre las llamas de rabia y frustración.

Miro mi alrededor, ahora de otra manera.

El arco poco a poco se desdibuja en la realidad y la flecha se convierte en un pequeño puñal blanco que descansa en el manantial del pecho de aquel hombre.

Su pelaje se convierte poco a poco en piel, el rostro del ciervo, en el de un humano y las astas desaparecen para descansar a modo de cicatrices, sobre el cuerpo de la persona.

Mi madre mira desde la cama como lloro sobre el cadáver de mi padre, incapaz de comprender nada.

Saco el cuchillo de su abdomen, sabiendo que no puedo detenerme o todo el plan se derrumbará.

Me limpio las lágrimas con las manos, manchándolas de rojo y apunto a mi madre con el puñal.

Era ahora o nunca. 

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